La
historiografía francesa
ha consagrado el hecho revolucionario de 1789 como el gozne
que marca el giro del proceso histórico que hizo entrar al
mundo -no solamente a Francia- en una nueva etapa que ella
misma bautizó con el nombre de "contemporaine". Pero si es
cierto que aquel fenómeno revolucionario fue de trascendental
importancia, también hay que tener en cuenta que alrededor de
esa fecha se produjeron otros acontecimientos que vinieron a
reforzar la idea de cambio. En el mes de abril de aquel mismo
año de 1789,
George Washington
fue nombrado primer presidente de los Estados Unidos de
América, y en aquel verano se instaló la primera
máquina de vapor
para la industria del algodón en Manchester. Fueron tres
acontecimientos que, aunque muy diferentes en importancia,
simbolizan el comienzo de una nueva edad. El conflicto entre
el orden viejo y la nueva realidad en Francia, el
nacimiento de una nación en América
y el comienzo del predominio de la máquina para la producción
industrial.Con todo, la fecha de 1789 prevaleció sólo en los
países latinos, y entre ellos, naturalmente, España,
fuertemente influida por la historiografía francesa. En los
países anglosajones, cuando se habla de Historia
Contemporánea, se hace referencia más bien a ese periodo del
pasado reciente que se inicia con el siglo XX (Barraclough), o
incluso, más adelante, con el estallido de la Primera Guerra
Mundial (Thompson). Todo lo anterior es para ellos Historia
Moderna o Modern History. Se utiliza, por tanto, un criterio
distinto y se retrotrae su comienzo a una fecha más
reciente.Sin embargo, aun respetando todos los criterios que,
de acuerdo con los argumentos de convencionalidad empleados
más arriba, pueden ser perfectamente válidos, hay razones para
justificar que alrededor de los últimos años del siglo XVIII y
primeros del XIX, se inicia una nueva etapa histórica. Todos
los movimientos revolucionarios o independentistas que se
produjeron durante estas fechas están marcados por una nueva
ideología, por unas notas diferenciales que los distinguen de
los fenómenos históricos que se produjeron en la Edad Moderna.
Hay quien estima que estas notas estaban también implícitas en
la etapa histórica anterior, pero ello no contradice la
realidad incontestable del cambio. Es natural la relación
entre las distintas épocas históricas. Se ha negado ya la
existencia de cortes bruscos en el proceso histórico. Los
cambios, aun siendo revolucionarios, no significan la ruptura
total con lo anterior, ni la aparición de realidades
totalmente nuevas. Por eso suele suceder que los
contemporáneos no tengan conciencia de los fenómenos
transformadores. Sin embargo, la observación del historiador,
con la ayuda que representa la perspectiva del tiempo, puede
fácilmente apreciar el contenido diverso de los distintos
periodos en los que se suele dividir la Historia.En efecto,
por su contenido, la Historia Contemporánea resulta de más
fácil aceptación como unidad monográfica. Comprende el
desarrollo histórico del Nuevo Régimen salido de la crisis de
finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, que se contrapone
al
Antiguo Régimen,
anterior a la Revolución. El concepto de Nuevo Régimen fue
fijado por los historiadores de la cultura a principios de
siglo y constituye una realidad histórica coherente, cuyos
supuestos políticos, sociales, económicos e institucionales se
han mantenido, cuando menos, hasta la Segunda Guerra
Mundial.Aunque el historiador francés Pierre Goubert puso de
manifiesto las dificultades existentes para conseguir una
definición precisa de lo que se entiende por Antiguo Régimen,
aceptaba en líneas generales el criterio propuesto por
Tocqueville
de considerarlo como "una forma de sociedad" y añadía que "el
Antiguo Régimen es una sociedad de una pieza, con sus poderes,
sus tradiciones, sus usos, sus costumbres, y en consecuencia,
sus mentalidades tanto como sus instituciones. Sus estructuras
profundas, estrechamente ligadas, son sociales, jurídicas y
mentales". Pues bien, estas estructuras murieron, en algunos
lugares mediante una lenta agonía, y en otros, con la rapidez
que le proporcionaba la violencia revolucionaria, dando paso a
un régimen nuevo que iba consolidando unas nuevas estructuras
a medida que se adentraba en el siglo XIX. José Luis Comellas
ha señalado lúcidamente, en unos cuanto trazos, la
personalidad de esta nueva época: "la inquietud, la búsqueda,
la carencia de lo absoluto, la variabilidad de las formas y de
las valoraciones, la incertidumbre, la fuera de lo
existencial, el ansia de progreso, son rasgos reconocibles a
lo largo de toda la Edad Contemporánea, lo mismo en la época
de las revoluciones, que bajo el romanticismo, el positivismo
o el estruendo de las grandes guerras mundiales. También en lo
estructural o institucional, encontramos como rasgos comunes
la inflación del concepto de libertad, los regímenes liberales
y democráticos, el constitucionalismo, el parlamentarismo, los
partidos políticos -larvados o expresos-, el clasismo social,
el capitalismo económico y -larvadas o expresas también- la
proliferación del proletariado, la lucha de clases y las
consiguientes teorías o sistemas de corte socialista".Sin
embargo, aunque ninguno de estos rasgos señalados haya perdido
del todo su carácter de contemporaneidad, hoy se tiende a
admitir un orden de realidades de creación más reciente, como
elemento definidor de nuestro tiempo. Es más, el hecho de que
los historiadores anglosajones y germanos retrasen el inicio
de la Edad Contemporánea hasta situarlo en un jalón, cuando
menos un siglo más cercano a nuestro presente, constituye la
mejor evidencia de que en el tránsito del siglo XIX al XX se
produce otro cambio importante en el proceso histórico. El
historiador inglés Geoffrey Barraclough, en su Introducción a
la Historia Contemporánea (Madrid, 1965), se muestra defensor
de la postura de considerar que la Historia Contemporánea
comienza cuando los problemas reales del mundo de hoy se
plantean por primera vez de una manera clara. Sin atreverse a
señalar una fecha concreta, Barraclough sugiere que el cambio
se produce en los años inmediatamente próximos a 1890. Es
entonces cuando se produce el impacto de la "segunda
revolución industrial", mucho más generalizado que el de la
primera. El comienzo de la utilización del teléfono, la
electricidad, los transportes, las primeras fibras sintéticas,
etc., serían buena prueba de ello. La intervención de la masa
en la política a partir de los últimos decenios del siglo XIX,
constituye otro importante rasgo diferenciador que permite a
este historiador en esos años un cambio de rumbo en la
historia. Y por último, para señalar solamente las notas más
significativas, el cambio operado en las estructuras de las
relaciones internacionales, en el sentido de que Europa, que
hasta entonces había ocupado una posición central en el
concierto de la política mundial, se vio desbordada por las
fuerzas externas a ella. Es la etapa que señala The end of
European History, como pomposamente tituló Barraclough una
conferencia pronunciada en 1955 en la Universidad de
Liverpool.Sin necesidad de aceptar este criterio que establece
el inicio de la Edad Contemporánea en los últimos años del
siglo pasado, no podemos negar la evidencia de las
transformaciones que se producen en ese momento. Esa evidencia
nos permite, cuando menos, justificar los límites de este
volumen, no ya en cuanto a su extensión cronológica, sino
también en lo que se refiere a su contenido histórico. Así
pues, hay un siglo XIX histórico, el cual aunque no coincide
exactamente con el siglo XIX cronológico, presenta unos rasgos
muy homogéneos y unos límites razonablemente claros que lo
distinguen del siglo de las Luces por su comienzo y del actual
por su terminación.Al siglo XIX se le ha denominado el siglo
de las revoluciones liberales y burguesas, y, en efecto, se
abre con ese fenómeno de capital importancia para la historia
universal como es la Revolución Francesa, cuyas secuelas se
dejan sentir en muchos países del mundo a lo largo de toda la
centuria y que en definitiva terminan por consolidar una serie
de cambios profundos en la organización de la sociedad, en los
sistemas políticos y en la propia dinámica de la economía. |