Convendría preliminarmente
recordar que el reglamento de Klein no nació, como Minerva, de
la cabeza de Júpiter sino en el imperio Austro Húngaro de 1895,
en el cual el punto de partida no estaba representado ni por el
Código napoleónico de 1806, ni por nuestro CPC de 1865, ni por
la ZPO alemana de 1877, sino por el Reglamento Judicial de José
II de 1871, un monumento del despotismo ilustrado del siglo
XVIII().
El Reglamento josefino,
justamente pasado a la historia como el primer código procesal
moderno, preveía un proceso ordinario «escrito y secreto»(), con
una interposición de la demanda subordinada a la autorización
del juez(), con sólo dos actos a disposición de cada una de las
partes (demanda, contestación, réplica y dúplica)(), con el
sistema de prueba legal(), «la preeminencia absoluta de los
poderes del juez en la dirección del procedimiento»(), la
imposibilidad de modificar las demandas y las excepciones en el
curso de la primera instancia, las sentencias motivadas sólo si
impugnadas y la prohibición de lo nuevo en la apelación().
Luego, se trataba, como
era previsible, de un proceso con escasísimas libertades para
las partes y, con el «juez señor del juicio»(), un proceso
netamente antiliberal y autoritario().
Sobre aquel proceso vino a
incidir en poco tiempo el edicto del 1º de febrero de 1786, con
el cual José II reformó el ordenamiento judicial, aboliendo las
jurisdicciones especiales y privilegiadas y previendo la
articulación jerárquica de las instancias del juicio(): como
consecuencia de aquel edicto José II obtuvo el control de todos
los jueces (y de todos los procesos).
Este sistema se mantuvo
vigente hasta la reforma de Klein() la cual, si es valorada
desde esta perspectiva, como es obviamente necesario, no puede
dejar de adquirir un significado muy preciso. En efecto, cuando
se parte de un proceso como aquel del Reglamento josefino y
cuando nos encontramos con un ordenamiento en el cual los jueces
deben temer no sólo a las inspecciones sino también a las
«estocadas» del Guardasellos(), una reforma que, dejando a salvo
el control del ejecutivo sobre los jueces, refuerza siempre más
los poderes del juez y limita aún más las garantías de las
partes, no puede más que tener —al margen de las intenciones
tenidas en mira y/o declaradas— un solo significado: utilizar al
controladísimo juez para neutralizar definitivamente a las
partes (rectius, a los abogados, desde siempre considerados la
causa de muchos cuando no de todos los males del proceso)() y,
de tal forma, controlar desde arriba toda la administración de
la justicia civil.
Fragmento de “EN EL
CENTENARIO DEL REGLAMENTO DE KLEIN(*) (El proceso civil entre
libertad y autoridad) - Franco Cipriani - Bari – Italia 1995”,
publicado en http://www.derecho-azul.org.ar/congresoprocesal/cipriani.htm
|