EN EL CENTENARIO DEL REGLAMENTO DE KLEIN(*)

(El proceso civil entre libertad y autoridad)

Franco Cipriani

Bari – Italia

1995(**)

Sumario:

1. Franz Klein y el Reglamento de 1895

2. El pensamiento y el proceso de Klein

3. En búsqueda de las raíces del Reglamento de Klein: el Reglamento de José II de 1781

4. El proceso como mal social y su incidencia en la economía nacional

5. El fin social. La concepción publicística, el «rey madero» y el «asunto de partes».

6. Reforzamiento de los poderes del juez y tratamiento forzado de las causas

7. Klein y la libertad de las partes

8. Klein y la Convención Europea de los Derechos del Hombre

9. Klein y la Constitución italiana

10. Klein en Italia. a) La inútil experiencia de 1942

11. b) La polémica acerca del Reglamento austríaco tras la guerra 1915-18

12. c) La aplicación el Reglamento austríaco en Trento y Trieste de 1918 a 1929

13. d) La sustitución del Reglamento austríaco con el CPC: testimonio de Asquini

14. Las estadísticas de Klein.

1. Franz Klein y el Reglamento de 1895

Se cumple este año el centésimo aniversario del Reglamento hecho por el Ministro Guardasellos Franz Klein para el proceso civil del Imperio Austro-Húngaro.

En 1895, Franz Klein tenía 41 años, habiendo nacido en Viena en 1854. De joven se dedicó primeramente a la abogacía y luego a la enseñanza de derecho romano y de derecho procesal civil. Nombrado Ministro Guardasellos, logró que se aprobara un proyecto suyo de ZPO, convirtiéndose así para muchos en el legislador procesal por antonomasia; tanto, que en los años veinte surgió que en Italia una especie de competencia para llegar a ser «el Klein italiano»().

Su Reglamento, aún vigente en Austria, pudo contar con una gran vacatio legis que el Guardasellos utilizó, bien para preparar a los jueces «con mano dura» a fin de que aplicaran la nueva ley(), bien para amansar «a los abogados de Viena (que) en 1897 amenazaron con media revolución con el fin de impedir la implementación del nuevo procedimiento »().

En la espera del 1º de enero de 1898, día de la entrada en vigencia de su Reglamento, Klein, quien se mantenía como Guardasellos (probablemente en consideración de aquella «media revolución»), «proclamó con los hechos la necesidad de dar un más amplio alivio al Poder Ejecutivo en los momentos graves que se vivían»() y se hizo «custodio vigilante de la integridad del nuevo ordenamiento», instituyendo «una asidua vigilancia sobre los tribunales (...) en el período crítico de la primera aplicación»().

Particularmente, Klein (a quien en 1919 el destino le habría asignado la triste tarea de suscribir para su país el Tratado de Saint Germaine, que signó el fin del Imperio Austro Húngaro y, también, el traspaso de las Venecia Giulia y Tridentina al Reino de Italia), utilizó como recurso la «muy feliz institución de los inspectores judiciales»() que esparció por todo el territorio del Imperio.

En efecto, los inspectores de Klein —nos lo asegura un testigo ocular— «acudían imprevistamente a los más remotos juzgados rurales, examinaban los expedientes procesales, asistían a audiencias, informaban a Viena, desde donde partían circulares, recomendaciones y reproches o encomios, según el caso.¡Qué lucha vigorosa contra el temido abuso de los escritos preparatorios! ¡Qué estocadas a los jueces displicentes hacia la concentración procesal! ¡Qué fervor de directivas, de discursos, de publicaciones todas hechas por un único animador!»().

Es que el Reglamento de Klein encontró no pocas resistencias y dio lugar a «encendidas discusiones» pues preveía un proceso construido «en menoscabo de las partes»(). Algunos, los «retrógrados», lo tacharon de inconstitucional(); otros, como el Rector de la Universidad de Viena, Schrutk, lamentaron que «a los incrementados poderes y a la ennoblecida posición del juez no correspondiera un aumento proporcional en las garantías de independencia»(); otros, como Adolf Wach, valiente defensor de la concepción liberal del proceso, le reprocharon estar en contra de la naturaleza dispositiva del proceso civil(); otros aun, como el trentino Francesco Menestrina, de haber sido concebido «en un momento de ingenuo optimismo»(); finalmente otros, como el joven Giuseppe Chiovenda, y sin disimular su perplejidad, prefirieron no pronunciarse().

Sin embargo, las críticas no le impidieron a Klein decir rápidamente que estaba muy satisfecho de la «gran mejora» obtenida con su reforma(), ni tampoco que su reglamento había tenido éxito: en particular, es notorio que la ideología de Klein fue acogida por el Código Procesal Civil italiano de 1940 y que el Reglamento austríaco ha representado y aún representa para muchos italianos el ideal a imitar y la meta a alcanzar().

2. El pensamiento y el proceso de Klein.

Suele decirse que «el gran mérito de Klein fue aquel de individualizar el aspecto sociológico–económico del instituto del proceso (...). La disciplina del proceso austríaco fue la primera entre aquellas relativas a los ordenamientos procesales modernos en basarse efectivamente en el hecho de que el proceso es un fenómeno social de masas y que debe ser reglamentado como un instituto de bienestar»().

Queriendo examinar de cerca el pensamiento y el proceso de Klein debe decirse que éstos están basados en dos grandes postulados:

a. las controversias entre los particulares son «males sociales (soziale Übel) relacionados con pérdida de tiempo, dispendio de dinero, indisponibilidad infructuosa de bienes patrimoniales, fomento del odio y de ira entre las partes litigantes y de otras pasiones fatales para la convivencia de la sociedad»();

b. el proceso, en la medida en que bloquea los bienes en espera de la decisión, incide en la economía nacional, en cuanto que toda «causa altera la pacífica colaboración, rompe ordenados nexos económicos, bloquea valores y los distrae de la ordinaria circulación. La sociedad tiene, de todos modos, un gran interés en sanar lo más rápidamente posible tales heridas sobre su propio cuerpo»().

De estos postulados el gran procesalista y guardasellos austríaco extraía con toda coherencia algunos corolarios: el interés del legislador a que aquellos «males sociales» que son los procesos tengan una «definición rápida, poco costosa y simple», «posiblemente en una única audiencia»(); la necesidad de que «el legislador no admita que el poder de conducir el proceso sea dejado en las manos de las partes privadas»(); y la exigencia, en fin, de que el proceso sea oral() y que el Estado, a través del juez, asuma «desde el principio la responsabilidad del funcionamiento del proceso y que vele por una individualización rápida de la verdad, exenta de complicaciones»(): «el proceso será racional y conforme al concepto moderno de Estado sólo si la defensa del derecho consistirá efectivamente en la concesión de la asistencia del Estado, no sólo con la sentencia, sino desde la primera fase del proceso»().

Por lo tanto, en el proceso de Klein, el juez no se limita a juzgar: antes bien, administra y conduce el proceso desde el inicio hasta el final. Él, a tal fin, «cuenta con amplios poderes discrecionales»(), con la obvia consecuencia de que no es más, como en los ordenamientos liberales, una «marioneta que puede moverse sólo si las partes le tiran de los hilos»() sino el «director»(), el «timonel, el representante profesional del bien común», aquél a quien el legislador asigna la delicadísima tarea de asegurar que en el proceso, «instituto de derecho público», sean también satisfechos, junto con los intereses de las partes, también «los más altos valores sociales»(). Es por ello bastante posible que «a veces, a la libertad del particular se le pongan limitaciones en beneficio del todo y del Estado», atendiendo a que «jueces, abogados y partes deben colaborar en la formación de una decisión justa»().

Desde esta perspectiva, la celeridad, problema que siempre ha preocupado a todos los legisladores, asume en Klein un particularísimo relieve, hasta devenir en una característica esencial del proceso, atendiendo a que el Estado, en sede civil, si bien no tiene interés «en el objeto del litigio», tiene interés «en el modo en el cual éste se desarrolla»(). Aún más, él advirtió que, «a través de la estrecha relación entre vida y proceso, también la relación del proceso con el derecho material se vuelve más justa»().

En el proceso de Klein, por lo tanto, «no debe haber tardanzas inútiles», ya sea porque el Estado tiene interés en deshacerse lo más rápido posible de la pretensión dirigida en su contra», como «porque el atasco de las causas que se reenvían distrae inútilmente su actividad»(). De aquí, un último corolario: en el proceso de Klein las partes no tienen ningún derecho a pedir reenvíos, teniendo en cuenta que sólo es el juez quien los dispone «si y cuando lo crea»(), «pero sólo en caso de absoluta necesidad»().

Se puede deducir que la posición kleiniana del proceso civil, al margen de argumentos previsibles como la sencillez, la rapidez y el bajo costo, que son perseguidos por todo legisladore, presenta perfiles de indudable originalidad. Más aun ella, en la medida en que hace hincapié en el bien común, en la colaboración y en los altos valores sociales en relación a los cuales no se puede no dejar de ser sensibles, se manifiesta muy sugestiva y, como lo demuestra el gran éxito alcanzado especialmente en Italia durante todo este siglo, provoca seguramente una gran fascinación. Mi impresión es, por el contrario, que ella es hija de su tiempo y que tal vez haya tenido, al menos en Italia, más fortuna de la que merecía y, además, de cualquier forma, que en la Italia de hoy día, vigente la Constitución de 1948, no sea posible seguirla.

3. Las raíces del Reglamento de Klein: el Reglamento Josefino de 1781

Convendría preliminarmente recordar que el reglamento de Klein no nació, como Minerva, de la cabeza de Júpiter sino en el imperio Austro Húngaro de 1895, en el cual el punto de partida no estaba representado ni por el Código napoleónico de 1806, ni por nuestro CPC de 1865, ni por la ZPO alemana de 1877, sino por el Reglamento Judicial de José II de 1871, un monumento del despotismo ilustrado del siglo XVIII().

El Reglamento josefino, justamente pasado a la historia como el primer código procesal moderno, preveía un proceso ordinario «escrito y secreto»(), con una interposición de la demanda subordinada a la autorización del juez(), con sólo dos actos a disposición de cada una de las partes (demanda, contestación, réplica y dúplica)(), con el sistema de prueba legal(), «la preeminencia absoluta de los poderes del juez en la dirección del procedimiento»(), la imposibilidad de modificar las demandas y las excepciones en el curso de la primera instancia, las sentencias motivadas sólo si impugnadas y la prohibición de lo nuevo en la apelación().

Luego, se trataba, como era previsible, de un proceso con escasísimas libertades para las partes y, con el «juez señor del juicio»(), un proceso netamente antiliberal y autoritario().

Sobre aquel proceso vino a incidir en poco tiempo el edicto del 1º de febrero de 1786, con el cual José II reformó el ordenamiento judicial, aboliendo las jurisdicciones especiales y privilegiadas y previendo la articulación jerárquica de las instancias del juicio(): como consecuencia de aquel edicto José II obtuvo el control de todos los jueces (y de todos los procesos).

Este sistema se mantuvo vigente hasta la reforma de Klein() la cual, si es valorada desde esta perspectiva, como es obviamente necesario, no puede dejar de adquirir un significado muy preciso. En efecto, cuando se parte de un proceso como aquel del Reglamento josefino y cuando nos encontramos con un ordenamiento en el cual los jueces deben temer no sólo a las inspecciones sino también a las «estocadas» del Guardasellos(), una reforma que, dejando a salvo el control del ejecutivo sobre los jueces, refuerza siempre más los poderes del juez y limita aún más las garantías de las partes, no puede más que tener —al margen de las intenciones tenidas en mira y/o declaradas— un solo significado: utilizar al controladísimo juez para neutralizar definitivamente a las partes (rectius, a los abogados, desde siempre considerados la causa de muchos cuando no de todos los males del proceso)() y, de tal forma, controlar desde arriba toda la administración de la justicia civil.

4. El proceso como mal social y su influencia en la economía nacional

Que la ratio de la reforma de 1895 sea ésta y no otra se demuestra no sólo tras la comparación entre el Reglamento josefino con el kleiniano, sino también, y, tal vez, sobre todo, por la sorprendente fragilidad de las bases político–ideológicas que Klein dio a su reforma.

Como se ha visto líneas arriba, las bases del discurso de Klein son dos: que el proceso es un mal social y que la lentitud del proceso incide en la economía nacional(). Ahora bien, que sea mejor mantenerse lejos de los procesos y de los tribunales, no cabe duda. Pero ello no autoriza a considerar el proceso como un «mal social», fuente (inclusive) de «heridas en el cuerpo de la sociedad», porque no es el proceso el que hace litigar a los hombres sino la vida. Por el contrario, el proceso es el instrumento con el cual se hace justicia en este mundo. Es un mecanismo ideado y fundado por el hombre, y como tal, imperfectísimo, que puede funcionar a veces al revés y producir grandes injusticias, pero, y al menos hasta que no seamos capaces de inventar una computadora que establezca quién tiene razón y quién no, debemos contentarnos: como máximo, podemos esforzarnos por mejorarlo y perfeccionarlo, que de hecho, esto es lo que desde siempre todos proponen hacer y que alguno, como justamente Franz Klein, tiene de tanto en tanto el honor de hacer.

En cuanto a la incidencia que cada proceso o la masa de los procesos podría tener sobre la economía nacional, estimo que las preocupaciones de Klein son, por lo menos, excesivas(). Es verdad que a veces la lentitud del proceso provoca algunos no pequeños desastres económicos, pero no creo que el proceso civil pueda llegar a poner en peligro la economía nacional: en primer lugar, porque el proceso no siendo un secuestro, implica sólo raramente el bloqueo de los bienes en disputa; luego, porque el valor de las causas civiles, normalmente más que modesto, no parece tal como para incidir inclusive en la economía nacional; además, porque ningún Estado ha quebrado por motivos procesales; finalmente, porque tenemos buenas pruebas de que, para nuestra fortuna, la riqueza de un Estado y de un pueblo no depende de la velocidad de los procesos civiles: Italia tiene hoy en día un proceso lentísimo, tal vez el más lento del mundo, pero eso no le impide encontrarse entre los países más industrializados y más ricos del orbe. Por el contrario, y para dar sólo un ejemplo, Albania tiene un proceso rapidísimo (¡la primera instancia dura, en promedio, un par de meses!...), pero eso no le impide encontrarse entre los países más pobres del mundo.

Se puede deducir que Klein exasperó los inconvenientes fisiológicos e ineliminables del proceso con el fin de demostrar aquello que lo apremiaba: la necesidad de sustraer a las partes las pocas garantías que tenían aseguradas por el Reglamento josefino, de forma tal que el juez pudiera tomar las riendas del proceso y obrar a discreción suya, pero bajo control del Ejecutivo, en la forma más ventajosa.

5. El fin social. La concepción publicística.

Limpiado el terreno de los postulados de los cuales partía Klein, es ahora oportuno detenernos en dos méritos que suelen tradicionalmente atribuírsele, pero que a mi parecer no es justo reconocerle: el haber advertido que el fin del proceso trasciende el interés de las partes y el haber tenido y propugnado, como consecuencia, una concepción publicista del proceso civil.

Ciertamente, que el Estado, la res pública, el ordenamiento, sancionando la prohibición de hacer justicia por mano propia y previendo el proceso civil(), persiga fines que van más allá de la tutela de los derechos de los particulares, es un hecho que el hombre ha advertido mucho antes que Klein, tanto que ya en la Roma clásica el ordenamiento se preocupara de «ejercitar el más amplio control sobre el proceso civil, aquel control político, sin el cual no estaría garantizada la paz social»(). Parece, por ello, por lo menos excesivo decir que el fin público del proceso civil haya sido intuido sólo cien años atrás.

No se puede decir que las finalidades sociales perseguidas por Klein fueran diferentes a las de sus predecesores y que puedan ser relacionadas con aquellas, indudablemente nuevas, del socialismo jurídico fijadas a fines del siglo pasado. Si bien Anton Menger, el apóstol del socialismo jurídico, se haya complacido con la reforma de 1895 y, en particular, por la multiplicación de poderes oficiosos(), no parece que Klein pueda ser considerado un secuaz de Menger(), teniendo en cuenta que él, reafirmando los poderes del juez, no pensaba sólo o prevalentemente en los pobres, sino en el proceso tout court, o sea, en todos. Por su fin social, entonces, no puede honestamente atribuírsele el mérito de la originalidad.

En cuanto, igualmente, a la concepción publicística del proceso civil, es ya, probablemente, el tiempo de decir que los estudiosos ajenos al pensamiento de Klein no pueden ser considerados como seguidores de una ya superada concepción privatista o, peor aún, individualista(*) de la justicia civil. Tales ideas podrían tenerse en los tiempos de los fueros personales y hereditarios, pero, desde que la jurisdicción devino, con el Estado moderno, una prerrogativa exclusiva e inalienable del Estado, nadie ha tenido jamás una concepción privatista del proceso civil y todos han coincidido en advertir que el Estado siempre se ha preocupado de la administración de la justicia y quiere que los procesos se desarrollen en la mejor y más racional de las formas(). Luego, es un mero artilugio dialéctico, sino propiamente una boutade, considerar a los Pescatore, Pisanelli y los Mattirolo (por no hablar de los Mortara y del primer Chiovenda) como personas que no se daban cuenta de la importancia que tiene el proceso para el Estado o como estudiosos que han escrito sus libros para demostrar que el Estado debe desinteresarse del proceso civil(). Más bien es todo lo contrario, pues parece cierto que aquellos estudiosos eran legalitarios y tenían una concepción garantista del proceso civil, una concepción que los llevaba, por un lado, a combatir por la independencia del juez frente al Ejecutivo (problema que debía hacer sonreír a Klein...) y, por el otro, a no fiarse más de lo necesario en el juez, con el convencimiento que los jueces son «hombres como los demás»() y que, ampliando los poderes directivos discrecionales del juez, se deja a las partes a merced del juez, de sus errores y de sus eventuales abusos(): no en vano Luigi Mattirolo enseñaba que el proceso «representa la necesidad de sustituir la licencia y el arbitrio de las partes y del juez por el sistema de la legalidad »().

Hay que agregar que nunca nadie ha pensado, ni piensa, que las partes deban dirigir el proceso, tanto es así que, con nuestro viejo código, la dirección correspondía al juez y no ciertamente a las partes(). Pero, parece evidente que, una cosa es dar al juez los poderes estrictamente necesarios, y no por ello poco vastos(), para dirigir el proceso y otra muy distinta es establecer que el juez pueda hacer todo aquello que considere oportuno() o, peor aún, que en el proceso civil no se pueda mover un dedo sin el permiso del juez().

Y, en efecto, confirmando el equívoco que se encuentra en la base del pensamiento de Klein y de sus secuaces, puede observarse que es al menos forzado sostener que el juez, en los ordenamientos liberales, sea un «rey madero»(*) o, como también se ha llegado a decir, una «marioneta», un «títere»(), una «grabadora automática»(), un sujeto —en suma— que dicta sentencia sin siquiera saber por qué lo hace, «como un autómata que, activado por el peso de la moneda que cae, emite un dulce o un boleto de entrada»(). El juez, siendo aquél a quien le corresponde juzgar, es la persona más importante y más temida del proceso, aquél frente al cual las partes —y sobre todo los abogados— se han siempre inclinado y siempre se inclinarán, por lo que no se ve cómo se pueda seriamente compararlo con los fantoches() y con las maquinillas automáticas(). Por otro lado, el que, el juez civil pueda (y deba) juzgar sólo a instancia de parte es otro –civilizadísmo e insuprimible- discurso().

Igualmente, en cuanto a la peregrina idea, que tendrían los legisladores y los estudiosos liberales , de que el proceso civil sea una «asunto de las partes» o, como también se ha dicho, «un asunto privado, cuya suerte pueda ser abandonada al interés individual de los contendientes»(), debo decir que en las obras de Pescatore, de Pisanelli y de Martirolo en vano se intentaría encontrar rastros de una idea similar. Ergo, les ha sido atribuida para denigrarlos y, al mismo tiempo, para demostrar a contrariis la nobleza de las ideas «publicistas». De todas formas, desde el momento en que el proceso civil nace por voluntad de una partes y puede siempre ser abandonado por las partes, no es seguramente absurdo considerarlo una asunto que interesa esencialmente a las partes y regularse conforme a ello().

Por lo tanto, debiéndose excluir que, desde cuando existe el Estado moderno, hayan alguna vez existido legisladores o estudiosos con una concepción privatista o agnóstica del proceso civil, es evidente que la contraposición debe hacerse entre aquellos que prefieren el garantismo y aquellos que aman el autoritarismo, o bien, como agudamente se ha dicho, entre una concepción «liberal y realista» y una concepción «autoritaria y moralista»(). La concepción de Klein, luego, no puede razonablemente ser considerara (solamente) publicista(), sino que debe ser considerada como «antiliberal y, en cierto sentido, autoritaria»(), más bien «fuertemente autoritaria»() y, agregaría, moralista: cuando se les quitan derechos a las partes y se otorgan poderes discrecionales al juez se hace autoritarismo procesal(); y cuando se ve en el proceso un «mal social» y una «herida en el cuerpo de la sociedad», se hace moralismo.

6. Reforzamiento de los poderes del juez y el tratamiento forzado de las causas

La constatación, ciertamente sorprendente para quien, como nosotros los italianos, está acostumbrado a pensar en que el Reglamento de Klein represente aún la meta a alcanzar, lleva a preguntarse si una tal concepción del proceso, que se encuentra a un paso de propugnar la transformación de la jurisdicción en una rama de la administración(), aunque claramente incompatible con nuestra Constitución, pueda (al menos) ser útil en la Italia de hoy. Más precisamente puede preguntarse si es verdad o no que, imponiendo al juez conducir las causas desde el inicio y sometiendo a las partes a ritmos oficiosos, se obtengan resultados positivos para lograr la aceleración del proceso civil, que representa notoriamente la causa por la cual todos luchamos.

Con tal fin, parece preliminarmente oportuno tratar de entender el augurio de Klein de lograr que todas las causas fueran decididas posiblemente en una única audiencia.

Aquel augurio, en efecto, ciertamente apreciable en el plano teórico, se revela difícilmente realizable en concreto porque, en el proceso civil, la mayoría de las veces debiéndose asumir algunas pruebas orales, la hipótesis de la causa que (en primera instancia) se define en una única audiencia «no puede ser más que en un caso excepcional»().

Además, debe evidenciarse que Klein, al sostener que el único modo para asegurar que el proceso llegue rápidamente a la sentencia es sustraer a las partes el poder de conducir el proceso y atribuirlo al juez, parece no tener presentes dos datos de hecho que emergen de la realidad: a) hay casos (pocos o muchos, no importa, pero ciertamente no pocos) en los cuales una parte, generalmente la actora, tiene prisa, mucha prisa, seguramente más prisa que el juez; b) el 60 % de los procesos civiles concluyen en primera instancia sin sentencia().

Podemos deducir que Klein, dando poderes a los jueces para hacer avanzar imperativamente los procedimientos civiles, fuerza una puerta abierta en aquellas causas que también las partes quieren ver decididas y sujeta al tratamiento forzado de aquellas causas que, que de otra manera, dormirían y, tal vez, no llegarían jamás a sentencia. Lo que significa, si no me equivoco, que el discurso de Klein no lleva tanto a acelerar el proceso civil sino más bien a imponer el tratamiento forzado de las causas que las partes querrían, al menos por el momento, mantener en surplace. De esto surgen algunas consecuencias.

La primera es que el discurso de Klein presupone que el juez tenga poco que hacer; más precisamente, que las causas que las partes quieren ver decididas le dejen tiempo libre. Vale decir que si partimos de la premisa que el juez deba trabajar treinta, cuarenta o cincuenta horas semanales, y llegado el día martes, por ejemplo, no tenga ya más nada que hacer, es comprensible que el legislador le diga que se ocupe también de las causas que las partes no quieren ver resueltas. Por lo tanto, y por ejemplo, en la Austria de hoy, en que hay 1600 jueces para 85000 causas pendientes(), la lógica del Reglamento de Klein, por antiliberal que sea, puede entenderse.

La segunda consecuencia es que el discurso de Klein, justamente porque obliga al juez a ocuparse también de las causas que las partes no quieren tratar, se resuelve no sólo en menoscabo de la libertad de las partes, sino también en daño del juez, que se ve constreñido a trabajar de más (a cambio de la misma retribución). El juez, en efecto, para conducir el proceso desde el inicio, lo debe conocer y, para conocerlo, debe estudiarlo. Con el riesgo, que al inicio del proceso es altísimo, de estudiarlo inútilmente. Así se explica por qué Klein, como Guardasellos, estuviera constreñido a controlar «con mano dura» a los jueces.

La tercera consecuencia nos atañe de cerca: el discurso de Klein, si tiene sentido cuando el juez tiene poco que hacer, se torna peligroso cuando las causas a decidir por voluntad de las partes toman ya todo el tiempo del juez y pierde toda razonabilidad cuando sobre el escritorio del juez se forma, como en la Italia de hoy, que tiene 2200 jueces para más de dos millones de causas pendientes(), una montaña de trabajo atrasado.

Verdaderamente, cuando el número de causas listas para la decisión a impulso de parte es tal que absorbe todo el tiempo del juez, obligarlo a ser el «timonel», vale decir, a estudiar y a seguir desde el inicio todas las causas, incluso aquellas que no llegarán nunca a sentencia (que en primera instancia son —se repite— el 60 %), significa obligarlo a substraer tiempo precioso de la actividad decisoria, que es lo que importa. Si, luego, el juez debe hacer cuentas con el trabajo atrasado, el sistema de Klein se vuelve una aberración: en tal caso, en efecto y como lo demuestra la Italia de hoy, mientras las partes son constreñidas a esperar no sólo las decisiones sino también las audiencias, el proceso se encuentra sometido a un director que en realidad es un fantasma. Un fantasma que no casualmente termina siendo constreñido a usar los poderes directivos oficiosos, aquellos que le fueron atribuidos en 1942 por el interés superior de la justicia y del Estado (fascista), no ya para acelerar, sino, es increíble decirlo, ¡para demorar las causas()!

El tratamiento forzado de las causas, por lo tanto, al menos y especialmente cuando el juez está recargado de causas, se revela como una pura ilusión y un contrasentido: ello, en efecto, como nosotros los italianos bien sabemos, se resuelve en obligar a todas las causas a estar en el rol de audiencias, inflando artificiosamente los roles de los jueces, en alargar el intervalo entre una audiencia y otra y en el rendir ingobernable de la justicia civil. Por lo tanto, considerando que el juez, al menos en Italia, tiene siempre el escritorio y los estantes abarrotados de expedientes, parecería inevitable preferir un proceso que, lejos de prever el tratamiento forzado de todas las causas, despejare el camino a aquellas que las partes quieren ver resueltas y al mismo tiempo permitiera reservar aquellas que las partes no quieren, al menos por el momento, tratar: más bien, sea dicho con toda franqueza, desde el momento en que sabemos ciertamente que sobre cien causas, sesenta no llegan siquiera a la sentencia de primera instancia, es difícil entender cómo se pueda cuestionar la oportunidad de facilitar y disfrutar la selección natural de las causas, permitiendo que se concentre en aquéllas que las partes quieren tratar.

7. Klein y la libertad de las partes

Sin embargo, se sostiene que un proceso que permitiera reservar las causas que las partes non quieren, al menos por el momento, tratar, en la medida en la cual aseguraría a las partes (no sólo el derecho de llegar a la sentencia cuando más lo prefieran, sino también) el derecho de mantener, si bien no al infinito, por lo menos un cierto tiempo las causas en surplace, representaría una «inmundicia»(): «del poder que tienen las partes de disponer la relación sustancial no deriva como lógica consecuencia el poder de arrastrar los litigios ante el juez y de estorbar las salas judiciales por un tiempo más largo que aquel que el juez considera suficiente para hacer justicia; (...) nadie fuerza al particular a subir al barco de la justicia; si aquél decide al embarcarse, sólo a él concierne fijar el inicio y la meta de su viaje: pero, una vez emprendida la navegación, el timón debe ser asignado exclusivamente al juez»().

Como ya se habrá comprendido, aquí nos situamos ante el encuentro frontal entre dos ideologías. Los garantistas encuentran lógico que las partes, siendo libres de disponer de la relación sustancial, gocen de una cierta libertad en el proceso, y agregan que, desde el momento en que los recursos disponibles son limitados, debemos agradecerle al cielo que, sobre cien causas, sesenta no lleguen a sentencia. Los publicistas, por el contrario, sostienen que, durante el proceso, la libertad de disponer de la relación sustancial es en realidad sólo una concesión() y, por lo tanto, aquella no implica disponer de los tiempos del proceso, que sería en realidad una «inmundicia»: a su parecer, quien sube al barco de la justicia...

Sin embargo, no me parece que la lógica lleve al lugar donde los publicistas quieren llegar, ni mucho menos, que la libertad de disponer de la relación sustancial sea una concesión. Para el ordenamiento, el ilícito civil, por grave que pudiera ser o que sea, nunca es tan grave como el ilícito penal, por lo que sería absurdo que la demanda civil fuere equiparada a la querella irrevocable o, peor aún, a la denuncia: no casualmente, ningún ordenamiento, que yo sepa, ni siquiera el más despótico, ha negado jamás a las partes la libertad y el derecho de avenirse durante el juicio.

En cuanto, luego, al barco y a la sentencia de fondo como meta del proceso, el equívoco es evidente: mientras los pasajeros nunca pueden descender del barco en navegación, las partes de un proceso civil siempre tienen la libertad de encontrar un acuerdo y abandonar el barco y a su timonel a su destino. La sentencia de fondo, en efecto, no es la meta obligada del proceso, sino una de las posibles desembocaduras del proceso (las otras son la conciliación y la extinción) ni tampoco la más frecuente, ya que ni siquiera el 40 % de las causas concluyen con la sentencia: ésta, en realidad, es la última posibilidad o, si se prefiere, la extrema ratio, aquella a la que se llega cuando no se puede encontrar una solución concordada(), no ciertamente, como suele sostenerse, la meta «natural» del proceso. Entonces, pretender que las causas sean tratadas y decididas contra la voluntad de las partes, significa subvertir la lógica del proceso civil y pretender que las partes lleguen donde no quieren llegar y litiguen más de lo que quieren litigar.

Tampoco hay qué decir que este discurso, «absolutamente correcto si supiéramos a priori cuál será la suerte de los procesos», sea insostenible por la imposibilidad de saber desde el inicio cómo va a terminar(). Es, en efecto, fácil replicar que la imposibilidad de prever el resultado del proceso no implica que no se sepa a priori que bien las partes puedan ponerse de acuerdo en el transcurso del juicio, ni mucho menos que el proceso deba ser disciplinado como querría Klein. Por otro lado, incluso en los ordenamientos liberales, no se sabe cómo van a terminar, pero allí, mientras las partes gozan de libertades, que en Austria y en la Italia de hoy no tienen, el juez es utilizado solamente para el juicio y no para hacer también de timonel.

Por lo tanto, podemos reiterar que se necesita prever un proceso que esté en grado de llegar de inmediato a la sentencia en las causas que las propias partes quieren ver decididas y que permita que las demás vivan sin molestar al juez más de lo necesario.

8. Klein y la Convención Europea de los Derechos del Hombre

Confirmando que la conclusión recién señalada es la única exacta por ser la lógica consecuencia de la naturaleza dispositiva del proceso civil, hoy puede aducirse además otro argumento: el art. 6 de la Convención Europea de los Derechos del Hombre, que asegura a todos un proceso en tiempos razonables y que no ve ciertamente nuestro problema desde la perspectiva de Klein.

El Estado italiano, en efecto, sufre continuamente condenas de la Corte de Estrasburgo por daños causados por la lentitud con la que administra la justicia civil, pero, se advierta, no por las causas que duran mucho porque las partes prefieren diferir, sino sólo por aquéllas que duran mucho por culpa del órgano(). Es, por lo tanto, evidente que la Convención Europea de los Derechos del Hombre, lejos de proclamar el interés supranacional de que todas las causas civiles sean decididas lo más rápidamente posible, y lejos de seguir a Klein en el abanderar el noble (y fantasmal) interés público de ver todas las causas resueltas en tiempo breve, asegura a todos el derecho a un proceso rápido y sanciona el deber jurídico de los Estados de decidir en tiempos razonables (sólo) las causas que las partes quieren ver resueltas: las demás, aquellas que las partes no quieren tratar y que están, en todo caso, destinadas, a no llegar nunca a sentencia, no levantan para la Convención Europea de los Derechos del Hombre ningún problema en particular.

Se puede establecer entonces un punto cierto: ya que la Convención Europea de los Derechos del Hombre quiere que los Estados adherentes piensen sobre todo en hacer justicia a quien la pide (no sólo con la demanda judicial sino con todos los demás actos necesarios para llegar a sentencia)(), es deber deducir que Italia tiene hoy en día el deber jurídico de prever un proceso que asegure a las partes el derecho de tener justicia en un tiempo razonable y que, al mismo tiempo, no implique el tratamiento forzado de las causas que las partes no quieren ver resueltas. En otras y más claras palabras, si en 1940 Italia tenía la libertad de seguir a Klein y a sus ideas, hoy tiene el deber de proveer un proceso que, contrariamente a lo que se estableció en 1940 en base a la estela de Klein y sus partidarios, vaya a la velocidad requerida por las partes.

9. Klein y la Constitución italiana

Sin embargo, se sostiene que un proceso que fuera a la velocidad querida por las partes no podría encontrar lugar en nuestro ordenamiento en tanto que, siendo el proceso un «servicio público esencial», no se podría permitir a las partes que lo usen como les convenga pues «así obstaculizarían el uso que los demás ciudadanos podrían hacer del mismo servicio»(). Observación ésta de la cual un estudioso notoriamente garantista, como Andrea Proto Pisani, ha deducido que estando al carácter publicista de la jurisdicción, las partes que pretendieran dejar los procesos en surplace violarían el derecho de acción de las demás partes y, por lo tanto, el art. 24 de la Constitución(). Vale decir que, vigente nuestra Constitución, la adopción de un proceso inspirado en la concepción kleiniana, aunque en contraste con la Convención Europea de los Derechos del Hombre, sería, para nosotros, italianos, inevitable. A mí, en cambio, me parece que las cosas son diferentes. Por suerte.

En realidad, no sin haber establecido la premisa que el problema surge sólo si las partes están de acuerdo (si no lo estuvieran, el proceso no tendría ninguna posibilidad de estar en surplace), no parece que el carácter publicista de la jurisdicción consienta la adhesión a las tesis de Klein. También los hospitales son un servicio público esencial, pero esto no significa que se opere a los pacientes contra su voluntad. Ciertamente, los enfermos no pueden pretender que los hospitales se conviertan en hoteles, pero est modus in rebus: habrá también un spatium temporis en el que el enfermo —estando en el hospital— pueda decidir libremente entre hacerse operar o no.

Entonces no se entiende por qué en el proceso —y particularmente en primera instancia donde, no contando todavía con una sentencia, la incertidumbre es máxima— las partes no puedan tener la posibilidad de tomarse un tiempo en vista a una amigable composición de la controversia. Ciertamente, éstas no pueden pretender reflexionar indefinidamente, pero como lo ha sancionado significativamente la Corte Constitucional bajo la presidencia de Virgilio Andrioli(), es absurdo (y, yo diría también constitucionalmente ilegítimo)()negarles de raíz el derecho de sobreseer en vista de una solución concordada. El problema, entonces, no se resuelve negando maiorem, sino disciplinando con equilibrio el derecho de las partes a tomarse tiempo: esto es lo que preveía la mortariana reforma de 1901, aquella que me ha procurado tantas críticas pero que me sigue pareciendo muy sabia().

En cuanto a la violación del derecho acción de los otros, es difícil entender cómo pueda ser posible que las partes que no quieren sentencia obstaculicen a aquellas que, en otros procesos, la quieran. Ciertamente, no es indiferente que un proceso esté pendiente o no en el rol del juez; empero, si se prescinde del hecho de que bien se podría encontrar un sistema (que, efectivamente, hasta fines de 1942 existía...)() para evitar que las partes estén constreñidas a tener las causas en un rol de audiencias hasta que no tengan ideas claras sobre qué hacer, no parece que aquellos que no quieren sentencia molesten a aquellos que, en otros procesos, la quieren. Más bien parece cierto lo contrario: si ante un juez hay cien causas y todas quieren sentencia, es inevitable que alguna termine esperando; pero si las partes de algunas de esas cien causas están de acuerdo en sobreseer, creo que habría que agradecerles. Por esto queda descartado el que las partes que estén de acuerdo en mantener el proceso en surplace violen los derechos de los otros.

En nuestro ordenamiento, por tanto, nada obsta y todo aconseja a que se reconozca a las partes el derecho a tomarse un tiempo para lograr una (siempre recomendable) solución concordada. Sería, entonces, por lo menos oportuno que nuestro legislador, antes que violentar la realidad prohibiendo los denominados meros reenvíos, disciplinara el derecho al reenvío, que se presenta con toda evidencia como un aspecto y una proyección del derecho de acción y de defensa.

No es, por lo tanto, verdad que en nuestra Constitución prevea el interés público, teorizado por Klein y sus secuaces, de tratamiento forzado de las causas. Justamente por el contrario parece cierto que nuestra Carta, inspirada como es en principios democráticos, liberales y garantistas, exija que también el proceso esté inspirado en los mismos principios. Debe desterrarse pues la preferencia, proclamada por el fascismo en 1940, por el proceso constituido desde el punto de vista del juez en lugar del de la parte que pide justicia(); y debe repudiarse, como contraria a los más elementales principios de nuestra Constitución, la idea, propugnada también por el kleiniano legislador fascista de 1940, que el proceso civil deba estar fundado en el principio de autoridad antes que en el de libertad().

Cierto es que la Constitución republicana italiana, en la medida en que considera al proceso como un instrumento de garantía de los derechos de los ciudadanos y no como un mal social que debe curarse de imperio, se encuentra en las antípodas de Klein. Lo que, reflexionando, no sorprende tanto si se tiene en cuenta que Franz Klein era un hombre de su tiempo y del imperio Austro—Húngaro, por lo que es perfectamente obvio que sus ideas resulten diferentes de aquellas democráticas y garantistas de nuestra Carta.

Por lo tanto, nosotros italianos, al menos y simplemente hoy, al rendir el debido homenaje a la, pese a todo, admirable obra científica y ministerial de Franz Klein, no podemos tener dudas al considerar superado y como tal inutilizable el núcleo esencial de su magisterio y de su Reglamento.

10. Klein en Italia. La inútil experiencia de 1942

Hasta aquí la teoría. Ahora es el momento de aprovechar la experiencia acumulada en todo este siglo para verificar si el proceso de Klein tenga de su lado, por lo menos, la realidad, vale decir si, en su aplicación haya obtenido tales y tanto éxitos como para, pese a todo, bien vale la pena.

Resulta que, si se pasa de la teoría a la realidad, se constata que las ideas de Klein, al menos en Italia, han resultado decididamente nefastas, y debemos decir, que por un extraño juego del destino, si bien ello no ha sido negado, por lo menos sí ha sido olvidado.

En 1942, cuando pasamos del proceso liberal al proceso «publicista» se produjo un pandemonio. Baste pensar que las partes fueron constreñidas a llevar a los roles de audiencias de «todas las causas que dormían» en secretaría() (que, según parece, eran la mitad de las que estaban pendientes)() con el fin de que fueran rápidamente o conciliadas o resueltas. Los jueces se encontraron así, de la noche a la mañana, con sus roles sustancialmente doblados y con el deber de ser (también) los timoneles en todas las causas. Con la consecuencia que éstos, en vez de decidir rápidamente y bien todas las causas, terminaron decidiendo muchas menos que antes.

La lección de 1942, sin embargo, no sirvió. Se ha negado maiorem. Primeramente, se dijo que la culpa era de las disposiciones transitorias() y, luego, que lamentablemente estaba la guerra(). La culpa, creo yo, en cambio, la tenía con palmaria evidencia el Código, que pretendía que el juez llegara preparado a la primera audiencia de todas las causas y que todas fueran, lo más rápidamente posible, conciliadas o resueltas. La estrangulación, lo que hoy se llama el cuello de la botella, en lugar de formarse sólo al final, se formaba desde el inicio, con la consecuencia de que las primeras audiencias se fijaban con cuentagotas, inclusive a los dos años(), dos años durante los cuales el demandado estaba autorizado a no hablar: así, no se tenían ni sentencias ni transacciones(). Una aberración. A lo cual, afortunadamente, puso fin la reforma de 1950, que en cierto sentido autorizó al juez a no estudiar las causas en vista a la primera audiencia y a dedicarse a las sentencias (pero, lamentablemente, no autorizó a dejar de lado las causas que pretendían estar en surplace).

Pero se negó esto también y se dijo que la reforma de 1950 había desfigurado la perfección del Código. No obstante, no fue aquélla la primera vez que en Italia se asistía al fracaso de una experiencia «publicista». Había habido otra, que evidentemente todos habían olvidado, pero que hoy, en el centenario del Reglamento de Klein, es el momento de volver a evocar.

11. La polémica sobre el Reglamento austríaco tras la guerra 1915-1918

Los eventos se remontan a la primera posguerra cuando Trento y Trieste, hasta ayer sometidas al Imperio Austro— Húngaro y al Reglamento de Klein, fueron anexadas al Reino de Italia.

Como es conocido, después del 4 de noviembre de 1918, en aquellas tierras se dejaron temporalmente en vigencia muchas leyes austríacas, incluyendo el Reglamento de Klein, no porque los gobernantes italianos prefirieran las leyes extranjeras antes que las nuestras sino por intuibles motivos de oportunidad política.

Mientras que a todos les parecía obvio que tarde o temprano las nuevas provincias serían sometidas a nuestras leyes, no todos estaban de acuerdo que en Trento y Trieste se hiciere extensivo nuestro código procesal: más bien, había quien, inclusive, sostenía que hubiera sido oportuno traducir el Reglamento de Klein al italiano y ¡«ofrecerlo como regalo primoroso a todo el reino»()!

Resulta que ya durante la guerra se habían elevado voces a favor de la supervivencia del Reglamento de Klein en una eventual y segura victoria de Italia() y, además, sobre todo, porque aquel reglamento tenía desde hacía unos años en Italia un gran y autorizado simpatizante en Giuseppe Chiovenda, titular de la cátedra de Procedimiento Civil en Roma.

En efecto, Chiovenda, inicialmente perplejo respecto de la bondad de las ideas «destacado procesalista» austríaco(), comenzó a partir de 1906 a mirar con otros ojos el Reglamento de Klein() y, después de 1909, se convirtió en el paladín, no sólo de la oralidad, sino también –él que hasta ayer tenía bien claro que «el aumento de los poderes en manos del juez es peligroso»...()- del proceso austríaco(). Con la consecuencia de que, cuando terminó la guerra, Chiovenda, aceptando que «nosotros ahora tenemos en nuestra casa» la ley austríaca y que los «nuevos ciudadanos italianos reclaman con justa razón no ser privados de su propia ley procesal», propuso que no siendo obviamente «admisible y conveniente que Italia adopt(ara) la ley austríaca», fuera preparada «lo más rápidamente posible una nueva ley que, conteniendo lo mejor de la ley austríaca fuera, sin embargo, ley italiana»(): y, como todos saben, preparó un proyecto que evocaba declaradamente el Reglamento de Klein.

La propuesta, como también saben todos, no tuvo suerte. No sabemos si porque, como habría de pensarse hoy en día, era ab origine políticamente incorrecto que la tuviera, pero lo cierto es que no la tuvo. Ella, en 1923 atrajo sobre su autor, desde luego, la «sospecha de austriacantismo»().

Sin embargo, es un hecho que aquella propuesta, si se quiere, por la autoridad y las insistencias de Chiovenda o porque fue apoyada por los magistrados y abogados de las nuevas provincias(), logró retrasar por más de diez años la aplicación de nuestro CPC en las tierras redimidas (y, convendrá agregar, logró dar a Franz Klein el triste consuelo de concluir en 1926 sus días sabiendo que su Reglamento estaba todavía en vigencia en tierras, ya para él, extranjeras): la unificación legislativa se dio sólo por efecto del real decreto del 4 de noviembre de 1928, Nº 2325, vigente desde el 1º de julio de 1929.

12.La aplicación del reglamento austríaco en Trento y Trieste desde 1918 a 1929

Por lo tanto, nosotros, los italianos, tuvimos por casi once años la posibilidad de experimentar de cerca el proceso austríaco: no una imitación más o menos mal lograda, sino el original, el de Klein. Extrañamente, sin embargo, ninguno —por lo que yo sé— se preocupó jamás en saber cómo anduvieron las cosas en Trento y en Trieste entre noviembre de 1918 y julio de 1929. Inclusive Calamandrei, que a comienzos de 1919 se había apurado en hacernos saber que el Presidente del Tribunal de Rovereto le había asegurado que, gracias a Klein, los procesos civiles no duraban allí casi nunca más de dos meses(), nada nos dijo sobre lo que sucedió en aquellas tierras cuando, todavía estando vigente el Reglamento de Klein, fue izada la bandera tricolor.

En verdad, con respecto a esto tenemos sólo pocas noticias. En primer lugar, la relación del Ministro Guardasellos Alfredo Rocco al el real decreto Nº 2325/28. En ella se lee que,

a la luz de una demasiado larga experiencia, ciertos preconceptos escolásticos sobre la pretendida superioridad de la legislación austríaca y sobre la oportunidad de su transplante a ordenamientos patrios, han sido completamente falaces, aun en aquel campo del derecho procesal, que, según algunos, debería haber constituido el tipo de nuestro derecho de mañana (...)

Los graves y siempre crecientes inconvenientes que ha dado lugar en estos últimos años el proceso civil heredado de Austria, los cuales han hecho reconsiderar todo objetivo afirmante de la capacidad de adaptación de tales procedimientos a las exigencias prácticas de nuestro ambiente judicial, habrían aconsejado la inmediata aplicación del procedimiento patrio inclusive a las causas en curso, en cualquier estado en que éstas se encontraren; porque en la actuación práctica el procedimiento italiano, a pesar de algunas deficiencias propias que la próxima reforma remediará, ha dado en conjunto mejor prueba que el oficioso y oral procedimiento austríaco().

La relación de Rocco, ni siquiera mencionada por Antonio Segni en su esmeradísima Rassegna di legislazione(), fue publicada íntegramente por la Giurisprudenza Italiana de Mortara, que la hace preceder por un breve comentario de un tal E.S. el cual, al relevar que el pensamiento de Rocco coincidía con el de Mortara, se dijo complacido que «la voz de nuestro maestro» recibió «el mejor y más autorizado tributo de reconocimiento»().

En 1931, sin embargo, luego que la Corte de Apelaciones de Trieste tuviera la oportunidad de confirmar las palabras de Rocco() en una sentencia, el diagnóstico del Guardasellos fue contestado por Chiovenda:

Los ministros, por más autorizados que sean, no pueden juzgar en base a experiencias locales sino por el tenor de los informes que reciben (...). Otros juicios sobre el proceso austríaco he recibido yo no sólo de magistrados provenientes de la administración austríaca, sino de un alto e iluminado magistrado de las viejas provincias enviado a hacer justicia en las nuevas. Indudablemente, también el proceso oral (...), lejos de lograr la perfección, que no existe en las cosas humanas, puede presentar inconvenientes; y estos inconvenientes pueden agravarse en período de necesario desorden, como el que se produjo tras la guerra: el enorme atraso de asuntos pendientes; la liberación de los viejos magistrados del energético control que venía siendo ejercitado sobre el funcionamiento del proceso oral por el ministerio de Viena; la falta de preparación de los magistrados nuevos; la afluencia de abogados de las viejas provincias; las demasiado justificadas antipatías por los institutos austríacos; éstas y otras causas pueden explicar el anormal funcionamiento del proceso austríaco después de la anexión. Pero estas irregularidades debidas a causas transitorias no pueden sacudir el convencimiento de quien, como yo, se ha orientado hacia la oralidad y han sostenido la superioridad, no tanto de la legislación procesal austríaca sobre las otras sino del proceso oral sobre el proceso escrito...()

Como se ve, Chiovenda, a pesar de defender el proceso de Klein y de atribuir a la guerra el «enorme atraso» que (casi como si estuviéramos en la Italia de hoy en día...) debimos afrontar tras la anexión, reconoce que en los años inmediatamente sucesivos las cosas habían andado aún peor, pero las explicó con el advenimiento del «enérgico control del ministerio de Viena»(). Él, por el contrario, al reiterar su propio convencimiento acerca de la superioridad del proceso oral sobre el escrito, nada dijo sobre lo que había acontecido en las Venecias Giulia y Tridentina cuando se aplicó nuestro CPC. Y esto, habrá que reconocerlo, es bastante extraño porque, mientras Rocco escribía en 1928, Chiovenda escribía en 1931, cuando nuestro CPC estaba ya en vigencia en las tierras redimidas desde hacía un par de años. Por lo tanto, en 1931, no podían limitarse a justificar las disfunciones que el proceso civil austríaco había hecho registrar entre 1919 y 1929, sino que se abría podido e debido decir qué cosa había acontecido en Trento y Trieste cuando entró en vigencia nuestro tan vituperado CPC.

No nos resulta que alguno de los procesalistas italianos se haya detenido sobre el problema. Pero, hubo alguien que lo hizo: un comercialista, Alberto Asquini.

1. La sustitución del Reglamento austríaco con nuestro C.P.C.: el testimonio de Alberto Asquini

En efecto, en aquel mismo año 1931, en la reunión del 28 de abril, el diputado Alberto Asquini, hizo un importante discurso en la Cámara:

...la unificación legislativa en las Venecias Giulia y Tridentina no ha servido sólo a esas provincias: ha servido a todos aquellos que se preocupan del problema de la reforma del código procesal, porque ha servido para develar muchos prejuicios escolásticos que se arremetían acerca de la pretendida santidad del proceso austríaco respecto a nuestro procedimiento sumario.

Vosotros recordáis, ciertamente, los himnos que justamente después de la anexión se lanzaron al procedimiento austríaco. Parecía casi que nosotros debiéramos ruborizarnos por nuestro procedimiento sumario porque no estaba inspirado en los bien conocidos principios de la oralidad, de la concentración, de la inmediación, al margen de los cuales, también según una escuela procesal entre nosotros autorizadísima, no se tendría salvación(). Y vosotros sabéis que, en el nombre de estos principios casi inmortales, en uno de los últimos congresos forenses de no grato recuerdo y en los cuales se sentía un particular deleite por hablar mal de las cosas nuestras, hubo casi una batalla (por suerte incruenta) por ofrecer el código austríaco como primoroso regalo a todo el Reino.

Aquellas discusiones tuvieron eco inclusive en esta Cámara, cuando se debatió la ley que delegó al gobierno los poderes para la reforma de los códigos, como han tenido gran eco en los trabajos de las comisiones que han preparado los recientes proyectos de reforma.

Hoy, con la experiencia alcanzada, digerida y madurada, es el momento de volver brevemente sobre el argumento, porque la lección de los hechos puede servir mucho más que muchas lecciones de los libros.

No diría ciertamente la verdad si dijera que nuestro procedimiento fue acogido con arcos de triunfo. No se pueden colocar arcos de triunfo a un procedimiento que tiene unos 60 o 70 años de vida y al cual se le ha dado una inyección de juventud sólo lograda parcialmente por la ley de procedimiento sumario. Pero ciertamente, hay que decir que, coeteris paribus, vale decir, con la reserva de aquello que se ha observado antes acerca del funcionamiento de la administración de la justicia, nuestro procedimiento ha dado al curso de los juicios un ritmo que ha parecido una verdadera carrera comparado con aquél del viejo procedimiento austríaco. Las estadísticas oficiales austríacas, reseñadas también en nuestros tratados, pueden decir lo contrario; pero yo dudo que los compiladores de aquellas estadísticas las hayan falsificado, porque es un hecho que en 1919 habíamos encontrado procesos civiles que databan de 1906—1907. Quien ha hecho las investigaciones en materia, dice que en las estadísticas oficiales se reportaban como nuevas, cada año, como si los procesos comenzaran con el 1º de enero (Comentarios - Carcajadas).

Ahora, este arcano se explica teniendo presente que el procedimiento austríaco quedó precisamente prisionero de los dogmas de la oficiosidad, de la oralidad y de la concentración de los debates, sin tener en cuenta los medios disponibles. Ciertamente, en abstracto, la oficiosidad puede parecer un principio más que lógico, porque si el proceso sirve a las partes, sirve también a una finalidad de carácter público, cual es la aplicación del derecho objetivo. Pero en la práctica, si vosotros aplicáis al ciento por ciento el principio de la oficiocidad, transformáis los tribunales en puras y simples organizaciones burocráticas, con todos los defectos de las organizaciones burocráticas, y simplemente en honor y gloria de los servicios de archivo.

Y la iniciativa de parte que se expulsa por la puerta entra luego por la ventana de la peor manera, con la intromisión en las secretarías, clandestinas y favorables a la intriga.

También el principio de la oralidad y el principio de la inmediación pueden en teoría parecer principios sacrosantos, si las palabras fueran, como podría parecer en una visión angelical del mundo, el rostro del alma y si las pruebas testimoniales fuesen, como en la edad de los patriarcas, el mejor medio para llegar a la verdad. Pero en la práctica, la aplicación de estos principios lleva a la discusión desordenada, al cansancio de los jueces, a la tentativa sistemática de cambiar las cartas en juego sobre la mesa en el transcurso del proceso y, por lo tanto, al perpetuarse de las causas.

Por otro lado, la confirmación se ha obtenido justamente en la práctica forense de las nuevas provincias porque, a pesar de todas las prohibiciones del código austríaco, en ningún lugar se ha escrito tanto y tan desordenadamente como bajo las barbas del proceso oral austríaco.

¿Cuáles son las conclusiones a las que se puede llegar a partir de todo esto? Que nuestro procedimiento debe ser ciertamente reformado y reformado profundamente. No hay necesidad de decir cuáles son los defectos, vosotros los conocéis.

Puede también ser conveniente que en cierta medida se aumenten los poderes de los jueces y se favorezca la discusión oral. Pero creo que después de la experiencia de la Venecia Giulia y Tridentina, a nadie puede venírsele a la mente el resucitar nostalgias por el tipo de proceso austríaco, que ha tenido en las nuevas provincias un funeral de tercera clase().

Por tanto, mientras el Guardasellos Alfredo Rocco, en 1928, sobre la base de aquello que había acontecido en Trento y en Trieste entre 1919 y 1928, había excluido que el proceso austríaco fuese efectivamente más rápido que el nuestro, Alberto Asquini en 1931 fue aún más preciso y, sobre la base de lo que había acontecido en aquellas provincias entre 1929 y 1931, aseguró que nuestro CPC, una vez entrado en vigencia en las tierras redimidas, impuso a los procesos civiles una velocidad decididamente más alta que aquella conseguida hasta entonces por el Reglamento de Klein.

Naturalmente, nosotros no podemos excluir que Rocco y Asquini hayan exagerado o inclusive dicho cosas en todo o en parte no verdaderas, pero tampoco podemos excluir que hayan dicho la pura verdad. Por otro lado, si bien puede considerarse políticamente obvio que, para justificar la supresión del Reglamento de Klein, Rocco dijera las cosas que dijo, no puede ciertamente explicarse, con la política, el hecho de que Asquini, con la supresión ocurrida dos años atrás, se haya lanzado a afirmar que en aquellas tierras, gracias a nuestro CPC, los procesos civiles habían comenzado a andar tan «a la carrera», tanto que a nadie «se le vendría a la mente resucitar nostalgias por el tipo de proceso austríaco».

Además, mientras Rocco fue rebatido sólo por Chiovenda y en la forma innegablemente genérica que se ha visto más arriba, el extenso y detallado discurso de Asquini quedó sin respuesta(). Por este motivo diría yo, al menos hasta obtener una prueba contraria, no podemos no fiarnos de ellos.

13. Las estadísticas de Klein

Aquel discurso de Asquini en la Cámara, sin embargo, tiene para nosotros una particular importancia por otro motivo.

Resulta que Asquini (que era de Tricesimo, en la provincia de Udine y que, por lo tanto, debía saber bien cómo estaban en realidad las cosas allí) tocó un argumento en extremo delicado, aquél en base al cual se suele establecer si un proceso es más rápido que otro o no: las estadísticas.

Si bien, como se habrá notado, Asquini no llegó a advertir que las estadísticas citadas por Chiovenda en varias ocasiones acerca de la duración del proceso austríaco habían sido siempre distintas(), sí entendió que en los datos estadísticos de Chiovenda había algo que no funcionaba y, al asegurar que en 1919 se habían encontrado en los tribunales de las tierras redimidas causas iniciadas en 1906, señaló que según los expertos, en el Imperio austríaco las estadísticas judiciales se efectuaban con un sistema muy singular: por lo que parece, Klein, «der gute Klein»(), y los austríacos hacían que a fin de año las causas pendientes fueran reiniciadas de cero, de tal forma que «en las estadísticas oficiales se reportaban de nuevo, cada año, los procesos ¡cómo si comenzaran el 1º de enero»!.

El hecho suena a leyenda, tanto que propondría no considerarlo verdadero. Sin embargo debo decir que, luego de haber leído tantas estadísticas sobre la duración del proceso austríaco, no sé más que pensar: Chiovenda, Semeraro(), Baur() y Klein(), señalan cada uno datos distintos de los otros. Las estadísticas de Klein, luego, lejos de ser las más «precisas»(), son (aquellas que conozco yo) seguramente las más extrañas, porque él, en vez de decir, cuánto duraban los procesos en primera y segunda instancia, nos dice —sin citar la fuente— cuánto duraban conjuntamente en las dos instancias y cuánto duraban en segunda instancia, con la increíble consecuencia de que, no siendo la apelación obligatoria, no se llega a entender ¡cuántos eran y cuánto duraban los procesos en primera instancia()!

Como fuere, lo que es cierto es que, según las estadísticas de Klein citadas por Baur y que se refieren a la primera instancia, se observa que el proceso civil austríaco en primera instancia era más rápido que el alemán, pero duraba por lo menos el doble que el nuestro.

En efecto, aquellas estadísticas nos dicen que en Austria en el año 1900, el 87 % de las causas civiles de competencia de los tribunales inferiores (nuestros pretores(*)) y el 54 % de las causas de competencia de los tribunales superiores (nuestros Tribunales) duraron «apenas» tres meses() en Italia, en cambio, en el mismo año, todas las causas duraron, en promedio, 55 días en los juzgados y 116 días en tribunal().

Estando así las cosas, podemos afirmar definitivamente que el proceso de Franz Klein, si se quiere por estar inspirado en una ideología, por su fecha, completamente opuesta a la de nuestra Constitución o por ser objetivamente no idóneo, cómo lo demuestra la experiencia, para mejorar la justicia civil italiana, no es útil para nuestros fines. Austria si no fuera por más que en homenaje a su tradición plurisecular, es bien libre de continuar operándolo, pero nosotros deberíamos advertir la conveniencia de dar vuelta a la página.

FRANCO CIPRIANI

Profesor de la Universidad de Bari

ITALIA

Publicado en www.derecho-azul.org.ar/congresoprocesal/cipriani.htm