ALTERIDADES, 1997 7 (13): Págs. 53-60

La ofensa, el mentís y el duelo de honor

SERGIO PÉREZ CORTÉS*

Repudiado con frecuencia como absurdo e innecesario, el duelo fue una notable institución que durante largo tiempo contribuyó a mantener en la aristocracia de occidente una ilusoria unidad como clase. Diferente en sus motivaciones y en sus objetivos a los combates individuales de la antigüedad, y de los torneos y ordalías de la Edad Media, el duelo por cuestiones de honor adquirió su forma básica durante los siglos XVI y XVII. En torno a 1530, algunos autores italianos se consideran los primeros en haber establecido el código de honor en el duelo, e incluso en haber creado los términos técnicos correspondientes. Los nombres mismos de ‘duelo’ y ‘duelista’ no lograron imponerse en lengua francesa sino hasta fines del siglo XVI y en lengua inglesa hasta el primer cuarto del siglo XVII. El duelo de honor logró sin embargo prolongar su existencia en algunos países hasta la primera guerra mundial, con algunos casos esporádicos en nuestro siglo. Desde su aparición, recibió siempre valoraciones contradictorias. Una minoría de contextos aristocráticos y literarios lo presentan como una hazaña digna de admiración, un acto heroico, una acción valerosa que aumenta la reputación. Pero con mucho más frecuencia, el duelo recibió juicios peyorativos, prohibiciones de monarcas y hasta condenaciones conciliares: “es un vicio condenable y un hábito maldito; es obra del diablo y una costumbre desdichada”.

Había razones para esta persistencia que resistió a toda crítica y a toda reprobación. Para la aristocracia, el duelo anudaba diversos significados en una trama de referencias múltiples y cruzadas: primero, por el

* Departamento de Filosofía, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.

acceso a las armas y el derecho a la violencia privada le permitía preservar, al menos formalmente, su carácter de fuerza militar independiente, otorgándosele una suerte de legitimidad de descendencia de la nobleza guerrera medieval, en la cual descansaba su pretensión y su derecho a mandar; enseguida, al colocarse en una situación de riesgo, el aristócrata vivía la ilusión de que poseía un valor excepcional y un respeto hacia un código moral que nadie podía emular; finalmente, el duelo le ofrecía el monopolio de una técnica nueva de combate con arma blanca relativamente sencilla, seductora y prestigiosa. El caballero sabía que ni él, ni su clase, eran amados por esta conducta violenta, pero esperaba que serían temidos por su valor, admirados por su pericia con las armas, y respetados por su arrogancia. Son razones suficientes para convertir al duelo en un poderoso vínculo simbólico entre la nobleza, al fortalecer la convicción de que pertenecían a una sola clase privilegiada.

Como actividad, el duelo sólo resulta comprensible en tanto que signo distintivo de una clase dispuesta a ofrecer un tributo limitado en vidas, a cambio de los privilegios que obtenía, y especialmente de su facultad de gobernar. Pero por supuesto, también se imponía al individuo como un deber irrecusable. Quizá es en el duelo, más que en ninguna otra de las manifestaciones del honor, donde se percibe ese vínculo entre un sentimiento de sí y un hecho social objetivo. Al gentilhombre, el duelo se le presentó como un deber moral protector de su honor, es decir, indisociable de su persona y su integridad física. En su decisión de batirse en duelo participaban sus sentimientos coléricos, la consideración sobre su prestigio y sus intereses, su conciencia moral y su sentido de vergüenza. Pero todo ello ocupaba un rol menor comparado con la fuerza de las convenciones, las exigencias y las obligaciones que le imponía su estamento.

No hay duda de que un gran número de caballeros afrontó el duelo no sólo con valentía, sino como parte de un impulso vital, irrefrenable y glorioso. Pero tam-poco era infrecuente que los hombres que se batían lo hicieran contra sus convicciones reales y su juicio racional. Esto es lo que da a la muerte del duelista su aspecto trágico. En sí mismo, el duelo es sólo una forma de dar o recibir la muerte por cuestiones de prestigio. Su aspecto trágico le sobreviene por el hecho de que la muerte es impuesta por las tiranías sociales: el caballero debe aceptar la necesidad de arriesgar la vida por razones que lo superan y que se localizan en su identidad social. Su temor a la muerte no era nada comparado con su terror a la marginalidad; por eso era incapaz de evadir lo que con frecuencia aborrecía. En la historia de la vida moral, el duelo es uno de esos deberes que lo espantan, pero de los que no puede huir. Acerquémonos entonces al dispositivo en el que se le impone ese deber, comenzando por la ofensa.

En cuanto a la ofensa, es fácil comprender que en el mundo del honor las posibilidades de agravio son incontables. El honor, que no tiene espesor, ni superficie, hace a cada uno más puntilloso en la medida en que es imperceptible. Por eso los tratados sobre el duelo y las disputas de honor de los siglos XVI y XVII, contenían extensos manuales de casuística del insulto. En un tratado de 1634, Camillo Baldi, una autoridad italiana, propone a lo largo de 600 páginas una serie de casos que pueden suscitar dudas en el caballero, acerca de si su honor se encuentra comprometido. Entre las más de 100 dudas que examina se encuentran: si el caballero debe mostrarse resentido contra quien se adelanta en la calle o no lo saluda; si el caballero debe devolver el saludo a quien le ha ofendido; si el caballero debe mostrar resentimiento contra un religioso o un príncipe que le ofende; si la paz que ha hecho con otro caballero moribundo, vale en caso de que éste recobre la salud; si un hombre de familia honorable comete una acción infame y condenable casándose con una meretriz, y muchos otros más.

Algunos de estos casos ponen de manifiesto el carácter de diferenciación social que posee el insulto: no estaba al alcance de todos dar o recibir agravios. Así, los caballeros no debían resentir las ofensas intentadas por los villanos y cualquiera que, sin derecho a portar espada, se atreviera a retar a combate a un aristócrata, recibía como castigo la muerte. Los académicos y los clérigos, a pesar de ser reconocidamente virtuosos, y capaces de atribuir honor a otros, no podían recibir, ni dar ofensas; como el resto de los varones no nobles, estaban excluidos del oficio y el derecho a las armas. Era posible ofender a una mujer, pero un caballero no debía mostrar ningún resentimiento a los insultos de ellas. No era posible insultar a un niño. Tampoco lo era insultar a alguno tan infame que hubiese destruido por completo el honor de sí mismo y de su familia. Por último, a pesar de la opinión de Possevin, no podía haber insultos entre padre e hijo, porque en cuestiones de honor, eran considerados uno solo.

No existe una definición única de la ofensa, pero la que ofrece el mismo Baldi es suficientemente significativa: “todo impedimento que me es hecho de tal modo que no obtengo lo que deseo, se llama ofensa, y ésta es por tanto hecha contra la voluntad de quien la sufre, y puesto que el objeto de la voluntad es el bien, quien me ofende me arrebata algún bien, me impide algo placentero o justo, o una mezcla de todo ello” (Baldi, 1634: 195). Naturalmente, entre todas las palabras y acciones imaginables que cumplen esa condición era preciso establecer algún tipo de orden. Y aunque no existía una versión definitiva, las autoridades del honor generalmente reconocían algunas clasificaciones de las ofensas, clasificaciones que con frecuencia se traslapan entre sí. Por el instrumento con el que se cometen, las ofensas pueden ser de pa-labra o de acto; según la intención del ofensor, los insultos pueden ser involuntarios, voluntarios y mixtos; según la motivación, las ofensas pueden ser, por insolencia o ignorancia, por encono o mala voluntad, y por desprecio; según su gravedad, las afrentas pueden ser, o bien un insulto simple que afecta la dignidad del otro, o bien una injuria grave que afecta su honor, o bien una ofensa sin excusa admisible. La ofensa era personal y no podía ser aceptada sino por aquel que había sido ofendido. Sin embargo, un hijo podía sustituir a su padre si éste era demasiado débil y viejo, un sobrino podía sustituir a su tío en las mismas condiciones y un hermano podía sustituir a un hermano menor de edad. La ofensa dirigida a una familia sólo podía ser vengada por un miembro de la familia. Final-mente, era perfectamente honorable echar a la suerte a quien correspondía relevar el insulto, cuando éste era dirigido a todo un grupo de caballeros.

El mundo del honor valora sobre todas las cosas la motivación, porque desde su punto de vista, lo dañino del agravio es que busca arrojar la infamia sobre el ofendido. De ahí que los insultos más graves sean aquéllos hechos deliberada y maliciosamente y entre éstos, los peores son aquéllos motivados por el desprecio: “cuando ese daño que se me hace está ligado al desprecio, y no se me ofende para arrebatarme mis bienes, ni para herir mi persona, sino para mostrar al

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mundo que se me tiene por un hombre sin valía, o por un inferior, y que merezco ser tratado de ese modo, es necesario que me rebele y busque reivindicarme” (Baldi, 1634: 191). El desprecio, combinado con la intención, produce una escala dividida en grados y jerarquías ordenada de lo más leve a lo más grave: olvidar el primer nombre, no tener en consideración las palabras y los hechos de otro caballero, mirar al otro de manera violenta o feroz, responder bruscamente, mostrar placer por los males de otro, hasta el extremo de manifestar la sospecha de que el otro carece de lealtad, tiene el ánimo inconstante, “o cualquier otra forma que pueda sugerir que el otro vale menos de lo que cree, lo que provoca que el furor se haga mayor y pueda llegar hasta la ira, de acuerdo con las circunstancias” (ibid: 316). La única constante en esta escala de gravedad es que el insulto es una violación a la virtud esencial de la caballería: la justicia, que los caballeros interpretan como la consideración que se les debe en función de su rango. A los ojos del caballero, un insulto es pues ante todo, una injusticia.

Nunca se llegó a ningún acuerdo acerca de si eran más graves las ofensas que se manifestaban por palabras o por actos. Algunas autoridades otorgaban más gravedad a los insultos de acto, porque además de dañar la reputación contenían implícita la idea de castigo. La gravedad de esta ofensa se acentuaba si el golpe era asestado con un guante, con un bastón o mediante una patada, y si tenía como consecuencia una herida y efusión de sangre. Pero todos y cada uno admitían que era un insulto atroz golpear a alguien en la cara. Según de Courtain (1675) de ahí proviene el nombre de afrenta: “porque la cara, que es el frente del cuerpo no sólo es la parte más elevada y la que mejor señala la dignidad, sino que de todo el cuerpo, es la que mejor indica los sentimientos del alma. Ella se expande en la alegría y se contrae en la tristeza, por eso se la tiene por el alma misma, de suerte que afrontar o hacer una afrenta a alguien, es como darle un golpe en el corazón y en la parte más noble de sí mismo” (Courtain, 1675: 59).

Otros en cambio, como Landi, pensaban que el mayor insulto era el de palabra porque si los actos agraviantes ofenden al cuerpo, las palabras ofenden al alma, y como es una injuria más grande ofender al amo que ofender al sirviente, Landi concluye que el más ligero insulto de palabra es más grande que el más grave insulto de acto. Las ofensas de palabra eran diversas: las expresiones injuriosas, los epítetos, los apodos, el señalamiento de deficiencias corporales

o morales, las bromas o las burlas picantes, por eso se hizo necesario discutir la gravedad relativa entre ellas. Las autoridades debatieron, por ejemplo, si era más grave llamar a alguien “cornudo” o “traidor”; algunos opinaban que lo primero, porque la vergüenza no recaía sólo en el acusado, sino también en su familia; otros pensaban que lo segundo, porque el traidor no sólo se ofendía a sí mismo y a su familia, sino también al honor de su país. Pero casi todos concordaban en que, entre todos los insultos de palabra, ninguno iguala al de ser acusado de mentiroso.

Desde el punto de vista formal, éstas eran las dos razones que desencadenaban el desafío que se resolvía en duelo, es decir, el ser golpeado en público y el ser acusado de mentiroso. Como se ha visto, no eran las dos únicas afrentas posibles al honor, pero cualquiera que fuese el origen o la motivación de la ofensa, para que ésta desembocara en duelo, debía cruzar por el umbral del desafío y éste, en un gran número de casos, se situaba en la acusación de mentir y en el acto de golpear al adversario. Es preciso pues, examinar ese lugar de excepción otorgado a la acusación de mentir, en el complejo mundo de la ofensa al honor.

Es preciso tener presente, en primer lugar, que cualquiera que fuese la intención o la motivación, un acto sólo se convertía en ofensa si era reconocido así por ambas partes: la que lo cometía y la que lo recibía. De ahí la convicción de que las palabras no podían insultar a un sordo, o que una bofetada no podía insultar a quien pensaba que se trataba de una broma. Para que cualquier acción deliberadamente ofensiva fuera considerada una injuria, era indispensable que el ofendido diera muestras claras de que la había resentido, es decir, que sentía afectado algo relativo a su honor. “El resentimiento es un movimiento de cólera excitado en el alma por el sentimiento o la idea de una injuria que se cree haber recibido en su honor... Es, como dice Séneca, una pasión que la voluntad y el juicio empujan a la venganza” (Courtain, 1675: 14). Y las dos manifestaciones formales de exhibir ese resentimiento eran, acusar al ofensor de mentir, o darle un golpe. Ambas eran formas extremas de injuria que implicaban ser tratado como un inferior, porque sólo los inferiores pueden ser golpeados impunemente, y porque un hombre no tiene necesidad de decir falsedades. Un manual inglés del siglo XVII afirma: “el ser considerado como un mentiroso es tenido por una vergüenza tan grande que cualquier otro insulto es cancelado por el mentís, y aquel que lo recibe permanece tan comprometido en su honor y su reputación que no puede deshacerse de esa imputación por sí mismo, sino luchando contra aquel que lo ha acusado, retándolo a combate” (Bryskett, cit. Shapin, 1994: 109).

Dar el mentís es entonces un acto esencial que desencadena el desafío. El mentís, dice Jean B. Possevin (1557), “es un enunciado o decir destructivo de algo que ha sido dicho por otro, con el fin de causar perjuicio al honor de aquel que desmiente, el cual, al dar el mentís, tiene la intención de desligarse a sí mismo de la infamia, de hacer pasar a ésta hacia aquel que habló de ese modo, con el propósito de que éste último se vea obligado a presentar sus pruebas” (Possevin, 1557: 209). Posee tal fuerza expresiva que invierte los roles: aquel que originalmente ofendió, pero que ha recibido el mentís, se encuentra ahora en posición de ofendido. Está obligado a sostener la veracidad de sus palabras, lanzando el desafío. El mentís no es una cuestión puramente formal: puesto que en el código del honor corresponde al ofendido la elección del lugar y las armas, determinar a quién correspondía el mentís se convertía con frecuencia en un asunto de vida o muerte. Es por eso que el mentís no debe confundirse con una denegación cualquiera. Los maestros italia-nos lo distinguían de la bugía que era cualquier otra expresión no verdadera en algún sentido, como la falsedad hecha por bromear, alguna falsedad que el narrador creía verídica, alguna verdad que creía falsa,

o bien algún ocultamiento de la verdad. El mentís pertenecía a otra categoría: era la acusación directa de haber pronunciado una mendacidad con la intención expresa de injuriar.

El mentís había ocupado ese lugar de privilegio desde su origen, bajo el emperador Louis I (814-840), como el acto legal en el que el acusado desmentía al acusador, momento en el cual el juez ordenaba el llamado duelo judicial. Pero no se comprenderá el lugar de excepción que el mundo del honor daba al mentís, en tanto no consideremos el significado que este mundo moral otorgó a la veracidad.

En efecto, en un proceso que se incubó en el mundo medieval cristiano, pero que acabó por convertirse en dominante en la primera Europa moderna, una serie de virtudes clásicas y paganas como la fortaleza, la fidelidad y el valor, se convirtieron en los signos definitorios de la caballerosidad y la pertenencia a la aristocracia. Entre estas virtudes la veracidad juega un rol muy importante, al punto que este grupo hizo de “la palabra de honor” una prueba esencial de carácter moral y, por el contrario, vio en la incapacidad de cumplir sus promesas un índice seguro de debilidad. Hacia el siglo XVII, el evitar mentir se había impuesto como marca definitiva de la naturaleza moral, noble e íntegra.

Varias razones explican esta alta valoración concedida a la veracidad. Primero, porque la veracidad es para el caballero símbolo inequívoco de su libertad. El caballero es veraz porque quiere mostrar que nada restringe su sinceridad. Sabe que en un mundo de jerarquías sólo el hombre libre puede ser sincero. La mentira, por el contrario, es signo de condición sumisa; la mendacidad es baja y villana, porque surge de las condiciones que afectan al pueblo servil. “El pueblo débil no puede ser veraz” —escribe Rochefoucauld—. La veracidad es un rasgo moral y un privilegio: “el privilegio de unos cuantos que, como los dioses, actúan sin que nada pueda inducirlos en sentido contrario” (Shapin, 1994: 71). Enseguida, el caballero se obliga a sí mismo a ser veraz, porque debe contribuir a la legitimación de la verdad de su clase social que declara, con palabras y con hechos, que las cosas son como son y están bien de este modo, que sus privilegios son merecidos y no pueden ser cuestionados. El caballero debe ser veraz, en tercer lugar, porque para la aristocracia, participar en la circulación de la verdad, en pronunciarla y escucharla, es un derecho propio. Este mundo ha hecho de la veracidad una institución social útil, por eso mentir a un inferior no acarrea ningún tipo de consecuencias —aunque es desaconsejado porque empaña el espejo de virtud que el gentilhombre debe exhibir de manera constante—, mientras que la mendacidad ante los iguales es dañina y peligrosa, porque éstos perciben que se les arrebata un bien, un derecho, y por tanto se les ofende. Finalmente, el caballero se obliga a ser veraz, porque su compromiso de honor es signo de su integridad, es decir de la congruencia entre sus intenciones y sus actos. De ahí la importancia que otorga al juramento, que es simultáneamente la expresión verbal de un compromiso y la garantía acerca de sus intenciones reales.

En síntesis, el caballero valoraba ser veraz, porque la veracidad —lo mismo que la ofensa y el duelo—, formaba parte de un sistema de exclusión que dividía a la sociedad en dos partes: de un lado, los varones nobles; del otro, todos aquellos que, asediados por la necesidad, mostraban una propensión a representar mal el estado de las cosas, a disfrazar sus verdaderas

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intenciones, a disculpar de mil formas sus debilidades. Por supuesto, en este grupo asociado a la mentira, se encontraba la mayoría de la población, incluidas las mujeres de la aristocracia, pero todos caían bajo una etiqueta única: eran económica o socialmente dependientes. Se comprende entonces lo que la acusación de mentiroso podía significar para el caballero: la exclusión de su grupo, la marginación. Y en el mundo del honor, el reconocimiento no otorgado, la denegación del honor, podía implicar pura y simplemente el aniquilamiento.

El mentís concentra todo el negro odio y el horror que suscita la mentira. Denegar la pertenencia a ese juego de la veracidad resultaba sumamente peligroso. Por eso la acusación de mentir es entonces un umbral, un punto de difícil retorno. Un texto anónimo de 1598, a propósito de las querellas de honor, afirma: “comenzaré por la principal de todas las injurias, aquella que se repara siempre con sangre, aquella que no concluye jamás sino en el combate, y que por tanto está sobre todas las otras como sobre un trono real: el mentís” (Anónimo, 1598: 33). Muy pocos llegaron, como Fausto de Longiano, a dudar acerca de si el mentís era la forma más apropiada de expresar el resentimiento, y aún menos aceptaron relajar la condena absoluta a la mentira. El mentís no causa todos los insultos y agravios, pero al pronunciarlo, el caballero los aumenta y los envenena como no lo haría ningún otro acto. Con él se inicia un complejo dispositivo mediante el cual el acusado busca librarse de esa infamia. Debido a ello, las autoridades sobre cuestiones de honor lo examinaron con un cuidado especial, en el marco de las ofensas de palabra.

No había acuerdo acerca de si el mentís era en sí mismo un insulto que se agregaba a la situación conflictiva. Algunos como Marozzo o Cottereau pensaban que no era un insulto si no iba acompañado de una ofensa directa. Otros, como Alciati, pensaban que en todo caso la acusación de mentir era menos grave que la acusación de asesinato, traición, parricidio o sacrilegio. Pero para la mayoría de autores, el mentís era un insulto en sí mismo, y de la clase más grave: según Cinzio, puesto que el hombre fue creado para hablar con la verdad, el recibir un “usted miente”, es equivalente a “usted no es un hombre”. Un gran número de autores creía que el mentís superaba cualquier insulto que lo hubiera provocado, porque era la más grave de las acusaciones de injusticia; de acuerdo con Romei, un hombre que ha proferido un insulto y ha recibido el mentís debe probar su afirmación, pues de otro modo es un infame.

Naturalmente, un acto verbal con esta capacidad potencial de riesgo, que colocaba a los caballeros ante una situación que podía tener consecuencias funestas, estaba rodeado de una serie de precauciones. Así se explica que en torno al mentís se elaborara toda una cultura lingüística y gestual que permitiera expresar la medida exacta del resentimiento y el deseo de venganza, porque de ello dependían las condiciones del combate, que podían llegar a convertirse simplemente en una colaboración mutua al asesinato. A disposición de los caballeros se puso todo un arsenal de medios para expresar la intensidad del agravio y para prescribir cómo debían ser conducidas las disputas. Shakespeare enumera algunos de ellos: la pulla moderada, la réplica grosera, la reprensión valiente, la repulsa querellosa, el mentís circunstancial y finalmente el mentís directo (As you like it: 5, IV).

La forma clásica del mentís consistía en fórmulas tales como: “usted miente”, “aquello que usted habla, lo dice falsamente”, o bien “eso es una mentira”. Siempre era posible agregar refinamientos para acentuar el resentimiento como: “usted miente por su gaznate”, pero éstos eran considerados vulgares e in-nobles. Pero esta denegación directa, que se convierte en un agravio para quien lo recibe, coexiste con otras formas que poseen diversos grados de validez y que dejan la puerta abierta a la resolución pacífica de las disputas. De esta manera, el caballero podía recurrir a diversas categorías de denegación, antes de producir una ofensa sin remisión. El mentís se distribuye entonces en varias categorías, cada una de ellas dotada de cierta gravedad. De acuerdo con ello, el mentís puede ser dirigido a la persona o al insulto, puede ser absoluto o condicional, y cada uno de ellos puede ser general o específico. El mentís absoluto, que se refiere a un hecho irrefutable, puede ser o bien general, como en “usted ha mentido acerca de mí”, o específico, “usted ha mentido acerca de mí en tal y cual circunstancia”. Un mentís es condicional si se tienen dudas acerca del hecho o de la condición honorable del asaltante, y por tanto de si es posible aceptar de éste un insulto, como en “si no es contra mi honor luchar contra usted, usted miente”. Según Muzio, un mentís semejante sólo es legítimo si, después de recibirlo, el ofendido remueve el condicional, repitiendo la expresión por la cual el mentís ha sido dado. En un cierto número de casos este mentís es irremediablemente ilegítimo, por ejemplo si se refiere al futuro: “si usted llega a decir tal y tal... usted mentirá”, o si se refiere a un momento intemporal, como en “tantas veces como usted haya dicho, dice o dirá... tantas veces ha mentido, miente o mentirá”.

Algunas autoridades consideraban que el mentís general era inválido, porque con frecuencia el infractor no se siente implicado, o bien porque la expresión se presta a confusión. Este tipo de mentís general podía ser a la persona como en “cualquiera que haya dicho tal cosa... ése miente”, o al insulto: “usted ha dicho mal de mí, y miente”. Existen diversas combinaciones posibles: general a la persona y al insulto, como en “cualquiera que haya dicho cualquier cosa mala acerca de mí, miente”; puede ser general a la persona y específico en el insulto como en “cualquiera que diga que x es un cobarde en el campo de batalla, ése miente”; o bien puede ser específico en la persona y general en el insulto, como en “usted señor, miente en cualquier cosa que diga contra mí”. Por su carácter general y vago, muchos autores sugieren al caballero que no vea en este mentís un motivo de ofensa; otros en cambio, consideraban que era un mentís aún más grave, porque afecta a todo el carácter del individuo y provoca un mayor deshonor. Existían otras formas ilegítimas del mentís, por ejemplo, el que se hacía de manera indirecta, expresado como creencia, como en “creo que..., o, me parece que...”, o bien, si alguien aseguraba no haber pronunciado tal cosa, no podía recibir un mentís, y por último el llamado mentís “desordenado”, sin circunstancia, sin tiempo, sin precisión, que era generalmente inválido.

De manera que el resentimiento más profundo, el que deseaba provocar un desafío, recurría al mentís de la clase “absoluto y específico”, como en: “usted miente a propósito de tal y cual circunstancia”, que normalmente era considerado válido, con la única posible excepción de tratarse de una acusación basada en evidencia insuficiente. Ésta era un arma terrible. Especialmente porque estando en juego el honor, el caballero podía recibir un mentís, aun en el caso de que sus palabras fuesen verdaderas. Generalmente el mentís se daba de la misma manera que se había realizado el insulto: cara a cara o por cualquier otro medio. Si la ofensa no había sido hecha frente a frente, era legítimo responder publicando el mentís, o expresándolo ante testigos. Si el agravio era irrecusable, el caballero debía dar el mentís inmediatamente. Era deshonroso tomar alguna ventaja sobre el ofensor, por ejemplo, dar el mentís en circunstancias que impedían su respuesta inmediata, sea en casa de un superior o de un príncipe, o cuando no se tenían al alcan-ce medios de autodefensa. Pero si por alguna razón el desafío contra el mentís debía posponerse, nada se alteraba, porque en el mundo del honor la ofensa no perece, y acompaña al agraviado hasta su muerte. Así, si alguno de los duelistas era demasiado joven, podían esperar a que se hiciera mayor para batirse, o bien, aunque un joven podía sustituir a su padre, debía hacerlo antes de que su oponente se hiciera demasiado viejo.

Una amplia discusión opuso a las autoridades acerca de si el mentís podía aun ser revocado mediante excusas, o si el combate era inevitable. Para quienes consideraban que “los deslices de la lengua se pagan con sangre” no había alternativa: la veracidad de algún caballero había sido impugnada, estaba excluido, sus promesas eran inútiles, era incapaz de participar en ninguna empresa de colaboración honorable y, lo que es peor, no podía contribuir al mantenimiento del prestigio y los privilegios de su estamento. Debía lanzar un desafío e invitar a su adversario al campo de honor, para lo cual solía recurrir a toda la insolencia posible. Sin embargo, llegado el momento del duelo, el caballero debía tener presente que el propósito del combate no era ejercer una venganza contra el agresor, ni castigar a un criminal. A decir verdad, el duelo de honor había perdido el carácter de ordalía de los combates antiguos: la victoria ya no expresaba el juicio de Dios acerca de la veracidad de alguno de los contendientes; el honor ya no recaía únicamente sobre el vencedor, sino que alcanzaba a ambos, en la victoria

o en la derrota. Es porque el objetivo simbólico del duelo era otro: era mostrar la disposición de los caballeros de anteponer la defensa de su honor a su vida, ofreciendo un desmentir supremo, mediante una muestra insuperable de valor, a las imputaciones de deshonra lanzadas por el enemigo. Y debía hacerlo con un absoluto dominio de sí mismo, seguro de que defendía algo más valioso que su propia existencia. Por eso el triunfo decisivo no se alcanzaba sobre el enemigo, sino sobre sí mismo, dominando en el momento extremo el temblor de las rodillas y los brazos, el castañeo de los dientes, el endurecimiento de las mandíbulas; en suma, controlando el temor a la muerte, obteniendo un triunfo espiritual en medio de lo que podía ser un desastre material. “La gente pensará que está usted aferrado a la vida”, se decía a manera de argumento contra los indecisos y los vacilantes, y éstos comprendían que era una infamia en un mundo en el que la hombría exigía mostrar un desdén sereno, aun ante la pérdida de la propia existencia.

Aunque no todas las autoridades del honor eran tan inflexibles como Landi, para quien las fechorías de la lengua sólo se curaban con la espada, prácticamente todas concordaban en que el mentís, cuando podía ser revocado, era la parte más difícil de restaurar de todas las acusaciones de palabra. Colocaba al caballero en una posición difícil, bajo la sospecha de cobardía, o bien como carente de juicio por haber precipitado el mentís, y como tímido además, porque había debido retractarse. La importancia de esta decisión puede estimarse por el hecho de que revocar el

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mentís dado, cancelaba automáticamente cualquier otra ofensa de palabra o acto con que hubiese sido acompañado.

En sí mismo, el procedimiento de revocación era sencillo; como en todas las ofensas mutuas, uno de los dos caballeros debía tomar la iniciativa. Normalmente debía tratarse de aquel que recibía el mentís, porque había sido el primero en ofender, salvo que pudiera probar que había actuado en broma. El procedimiento usual para hacer la paz después de un mentís, consistía en que aquel que lo había dado pedía al otro repetir su expresión original; éste lo hacía y agregaba sus excusas, por ejemplo que había sido presa de una irritación incontrolable. Entonces, el primero retiraba el mentís diciendo que, por un momento, había creído que aquel hablaba deliberadamente. Pero para llegar a este sencillo proceder se requería de un tacto infinito, que permitiera a los caballeros retractarse sin caer en el deshonor. Los caballeros, en efecto, aborrecían retirar las palabras dadas. Todas las autoridades se empeñaban en demostrar que dar satisfacción no era un proceder de villanos, pero ello debía hacerse de tal modo que en ello no pudiera surgir una nueva afrenta, o la acusación de habérsele humillado en demasía, por eso sugerían al ofendido que aceptara la menor satisfacción, aun si la justicia estricta le permitiera reclamar mucho más.

Las dificultades comenzaban porque había una desigualdad de origen. Aristóteles, quien con frecuencia aportaba los argumentos del honor y de la virtud, había afirmado que el ofensor arrebataba algo al ofendido, y que aquel tiene en su haber algo de lo que éste carece, y que debe serle restablecido. El grado exacto de esta deuda era determinado por la compleja gramática de la ofensa, en particular por la motivación del que ha ofendido. Algunos autores aceptaban que la retractación recurriera a excusas tales como que había actuado en broma, que estaba fuera de control y que no había podido autoimpedírselo, pero otros como Mutio Iustinopolitain exigían al caballero que asumiera sus palabras, las confesara y luego ofreciera satisfacción. A medida que el índice de culpabilidad aumentaba, la excusa simple cedía su lugar, sin embargo, a un complejo proceso de remisión.

Remisión es el acto voluntario por el cual el ofensor se coloca a sí mismo bajo el poder de la parte ofendida, de manera que éste pudiera ejercer cualquier castigo que deseara. Tenía un preocupante aspecto de sumisión, porque otorgaba al ofendido el mismo poder que el que un padre tenía sobre sus hijos, o un amo sobre sus sirvientes. Pero era indispensable porque las autoridades consideraban que si el ofensor no era castigado al menos con palabras ofensivas, no había ninguna restauración del honor, y ambas partes eran sospechosas de colusión. Los más exigentes del siglo XVI proponían “que el ofensor se rindiera a sí mismo con su espada, confesara que había sido un villano y se arrodillara a esperar un castigo. Los más devotos al código del honor, exigían incluso que el ofensor, cuando se lanzaba a los pies del enemigo, portara en el cuello una cuerda, con la cual podía ser estrangulado” (cfr. Bryson, 1935: 97).

No todos llegaban tan lejos y, en todo caso, más adelante la satisfacción podía realizarse mediante el intercambio de tarjetas cuidadosamente equilibradas, de una de las cuales, emitida por un supuesto ofensor, Scipión Dupleix (1602), ofrece un modelo:

señor, habiendo sido mal informado y habiendo creído con una cierta ligereza que usted hablaba de mí con desprecio (o alegando cualquier otra excusa), impulsado por la cólera y el arrebato, le he dicho palabras de las cuales con todo derecho usted se ha sentido ofendido e irritado. Lo que yo no hubiese hecho si la pasión me hubiera permitido informarme mejor y hablar de otro modo. De manera que estoy extremadamente atribulado, suplicándole me disculpe; seguro de que usted es una persona de honor y de valor, de quien no se debe hablar sino con el mayor de los respetos, y que no carece de medios y de coraje para resentirse contra aquellos que osaran dudarlo. Le ruego olvidar el pasado y tomar nota de mi amistad y de mis servicios hacia usted (Dupleix, 1602: 226).

En caso de aceptarse la revocación del mentís, para preservar el equilibrio y no crear reyertas posteriores, una serie de precauciones adicionales debían cuidarse atentamente, la más importante de las cuales era, jamás obligar a nadie a decir “le ruego que me perdone”, excepto en los casos en que hubiese una gran desigualdad entre las partes y que las injurias hubiesen sido mucho más atroces y humillantes de un lado que del otro, “porque la palabra ‘perdonar’ —escribe Dupleix— es odiosa a las personas de honor, y hace muy inferior al que demanda el perdón ante aquel a quien está obligado a solicitarlo” (Dupleix, 1602: 222).

Finalmente, si la satisfacción había sido alcanzada por ambas partes, en el momento en que los implicados o los testigos estuvieran obligados a referirse a la conciliación de la disputa, debían hacerlo en términos generales, con un tono de voz y de modo tal que el recuerdo no removiera los sentimientos y no los irritara nuevamente. Porque en el mundo del honor no es sólo el presente cotidiano, sino también la memoria la que establece el tribunal de la reputación. Los escrúpulos del honor exigen que todo recuerdo del agravio sea recubierto por la discreción y el olvido, de manera que el prestigio de ambos caballeros quede restablecido a los ojos de todos, y que sólo permanezcan las promesas de amistad, las cuales renuevan la —por un momento— amenazada unidad en torno a su clase.

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