Papa Inocencio III. Por la fe y la moral.
Condenó a los albigenses y a los valdenses. Decidió la
organización de una cruzada.
Revisó y fijó la legislación eclesiástica sobre los impedimentos
matrimoniales y, en fin, impuso a los fieles la obligación de la
confesión anual y de la comunión pascual. Es uno de los más
importantes.
Se condenó
la herejía de los Albigenses y de los Valdenses. Hubo
importantes definiciones sobre la Trinidad, la creación, Cristo
Redentor, los Sacramentos y otros errores.
El
emperador Federico Segundo fue al principio obediente y sumiso
al Papa Inocencio III, que había actuado como tutor del joven
príncipe. Incluso participó en una Cruzada a Tierra Santa; por
la ambición política se opuso a la Iglesia y tuvo que ser
condenado.
Los
griegos, que en el siglo once formaron parte del bloque oriental
que se separó de la Iglesia, dos siglos más tarde, deseaban se
reanudaran la relaciones con el Papado. Para concretar la
doctrina en discusión tuvo lugar el concilio.
http://www.presbiteros.com.br/Denziguer/MAGISTERIO%20DE%20LA%20IGLESIA%201215%20a%201371.htm
IV CONCILIO DE
LETRAN, 1215
XII
ecuménico (contra los albigenses, Joaquín, los valdenses, etc.)
De la
Trinidad, los sacramentos, la misión canónica, etc.
Cap.
I. De La fe católica
[Definición contra los albigenses y otros herejes]
Firmemente creemos y simplemente confesamos, que uno solo es el
verdadero Dios, eterno, inmenso e inconmutable, incomprensible,
omnipotente e inefable, Padre, Hijo y Espíritu Santo: tres
personas ciertamente, pero una sola esencia, sustancia o
naturaleza absolutamente simple. El Padre no viene de nadie, el
Hijo del Padre solo, y el Espíritu Santo a la vez de uno y de
otro, sin comienzo, siempre y sin fin. El Padre que engendra, el
Hijo que nace y el Espíritu Santo que procede: consustanciales,
coiguales, coomnipotentes y coeternos; un solo principio de
todas las cosas; Creador de todas las cosas, de las visibles y
de las invisibles, espirituales y corporales; que por su
omnipotente virtud a la vez desde el principio del tiempo creó
de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal,
es decir, la angélica y la mundana, y después la humana, como
común, compuesta de espíritu y de cuerpo. Porque el diablo y
demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por
naturaleza; mas ellos, por sí mismos, se hicieron malos. El
hombre, empero, pecó por sugestión del diablo. Esta Santa
Trinidad, que según la común esencia es indivisa y, según las
propiedades personales, diferente, primero por Moisés y los
santos profetas y por otros siervos suyos, según la ordenadísima
disposición de los tiempos, dio al género humano la doctrina
saludable.
Y,
finalmente, Jesucristo unigénito Hijo de Dios, encarnado por
obra común de toda la Trinidad, concebido de María siempre
Virgen, por cooperación del Espíritu Santo, hecho verdadero
hombre, compuesto de alma racional y carne humana, una sola
persona en dos naturalezas, mostró más claramente el camino de
la vida. Él, que según la divinidad es inmortal e impasible, Él
mismo se hizo, según la humanidad, pasible y mortal; Él también
sufrió y murió en el madero de la cruz por la salud del género
humano, descendió a los infiernos, resucitó de entre los muertos
y subió al cielo; pero descendió en el alma y resucitó en la
carne, y subió juntamente en una y otra; ha de venir al fin del
mundo, ha de juzgar a los vivos y a los muertos, y ha de dar a
cada uno según sus obras, tanto a los réprobos como a los
elegidos: todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos
que ahora llevan, para recibir según sus obras, ora fueren
buenas, ora fueren malas; aquéllos, con el diablo, castigo
eterno; y éstos, con Cristo, gloria sempiterna.
Y una
sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual
nadie absolutamente se salva, y en ella el mismo sacerdote es
sacrificio, Jesucristo, cuyo cuerpo y sangre se contiene
verdaderamente en el sacramento del altar bajo las especies de
pan y vino, después de transustanciados, por virtud divina, el
pan en el cuerpo y el vino en la sangre, a fin de que, para
acabar el misterio de la unidad, recibamos nosotros de lo suyo
lo que Él recibió de lo nuestro. Y este sacramento nadie
ciertamente puede realizarlo sino el sacerdote que hubiere Sido
debidamente ordenado, según las llaves de la Iglesia, que el
mismo Jesucristo concedió a los Apóstoles y a sus sucesores. En
cambio, el sacramento del bautismo (que se consagra en el agua
por la invocación de Dios y de la indivisa Trinidad, es decir,
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo) aprovecha para la
salvación, tanto a los niños como a los adultos fuere
quienquiera el que lo confiera debidamente en la forma de la
Iglesia. Y si alguno, después de recibido el bautismo, hubiere
caído en pecado, siempre puede repararse por una verdadera
penitencia. Y no sólo los vírgenes y continentes, sino también
los casados merecen llegar a la bienaventuranza eterna,
agradando a Dios por medio de su recta fe y buenas obras.
Cap.
2. Del error del abad Joaquín
Condenamos, pues, y reprobamos el opúsculo o tratado que el abad
Joaquín ha publicado contra el maestro Pedro Lombardo sobre la
unidad o esencia de la Trinidad, llamándole hereje y loco, por
haber dicho en sus sentencias: “Porque cierta cosa suma es el
Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, y ella ni engendra ni es
engendrada ni procede”. De ahí que afirma que aquél no tanto
ponía en Dios Trinidad cuanto cuaternidad, es decir, las tres
personas, y aquella común esencia, como si fuera la
cuarta; protestando manifiestamente que no hay cosa alguna que
sea Padre e Hijo y Espíritu Santo, ni hay esencia, ni sustancia,
ni naturaleza; aunque concede que el Padre y el Hijo y el
Espíritu Santo son una sola esencia, una sustancia y una
naturaleza. Pero esta unidad confiesa no ser verdadera y propia,
sino colectiva y por semejanza, a la manera como muchos hombres
se dicen un pueblo y muchos fieles una Iglesia, según aquello:
La muchedumbre de los creyentes tenía un solo corazón y una
sola alma [Act. 4, 32]; y: El que se une a Dios, es un
solo espíritu con Él [1 Cor. 6, 17]; asimismo: El que
planta y el que riega son una misma cosa [1 Cor. 3, 8]; y:
Todos somos un solo cuerpo en Cristo [Rom. 12, 5];
nuevamente en el libro de los Reyes [Ruth]: Mi pueblo y tu
pueblo son una cosa sola [Ruth, l, 16]. Mas para asentar
esta sentencia suya, aduce principalmente aquella palabra que
Cristo dice de sus fieles en el Evangelio: Quiero, Padre, que
sean una sola cosa en nosotros, como también nosotros somos una
sola cosa, a fin de que sean consumados en uno solo [Ioh.
17, 22 s]. Porque (como dice) no son los fieles una sola cosa,
es decir, cierta cosa única, que sea común a todos, sino que son
una sola cosa de esta forma, a saber, una sola Iglesia por la
unidad de la fe católica, y, finalmente, un solo reino por la
unidad de la indisoluble caridad, como se lee en la Epístola
canónica de Juan Apóstol: Porque tres son los que dan
testimonio en el cielo, el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo,
y los tres son una sola cosa [1 Ioh. 5, 7], e inmediatamente
se añade: Y tres son los que dan testimonio en la tierra: el
Espíritu, el agua y la sangre: y estos tres son una sola cosa
[1 Ioh. 5, 8], según se halla en algunos códices.
Nosotros, empero, con aprobación del sagrado Concilio, creemos y
confesamos con Pedro Lombardo que hay cierta realidad suprema,
incomprensible ciertamente e inefable, que es verdaderamente
Padre e Hijo y Espíritu Santo; las tres personas juntamente y
particularmente cualquiera de ellas y por eso en Dios sólo hay
Trinidad y no cuaternidad, porque cualquiera de las tres
personas es aquella realidad, es decir, la sustancia, esencia o
naturaleza divina; y ésta sola es principio de todo el universo,
y fuera de este principio ningún otro puede hallarse. Y aquel
ser ni engendra, ni es engendrado, ni procede; sino que el Padre
es el que engendra; el Hijo, el que es engendrado, y el Espíritu
Santo, el que procede, de modo que las distinciones están en las
personas y la unidad en la naturaleza. Consiguientemente, aunque
uno sea el Padre, otro, el Hijo, y otro, el Espíritu Santo; sin
embargo, no son otra cosa, sino que lo que es el Padre, lo mismo
absolutamente es el Hijo y el Espíritu Santo; de modo que, según
la fe ortodoxa y católica, se los cree consustanciales. El
Padre, en efecto, engendrando ab aeterno al Hijo, le dio
su sustancia, según lo que Él mismo atestigua: Lo que a mi me
dio el Padre, es mayor que todo [Ioh. 10, 29]. Y no puede
decirse que le diera una parte de su sustancia y otra se la
retuviera para sí, como quiera que la sustancia del Padre es
indivisible, por ser absolutamente simple. Pero tampoco puede
decirse que el Padre traspasara al Hijo su sustancia al
engendrarle, como si de tal modo se la hubiera dado al Hijo que
no se la hubiera retenido para sí mismo, pues de otro modo
hubiera dejado de ser sustancia. Es, pues, evidente que el Hijo
al nacer recibió sin disminución alguna la sustancia del Padre,
y así el Hijo y el Padre tienen la misma sustancia: y de este
modo, la misma cosa es el Padre y el Hijo, y también el Espíritu
Santo, que procede de ambos. Mas cuando la Verdad misma ora por
sus fieles al Padre, diciendo: Quiero que ellos sean una sola
cosa en nosotros, como también nosotros somos una sola cosa
[Ioh. 17, 22], la palabra unum (una sola cosa), en cuanto
a los fieles, se toma para dar a entender la unión de caridad en
la gracia, pero en cuanto a las personas divinas, para dar a
entender la unidad de identidad en la naturaleza, como en otra
parte dice la Verdad: Sed... perfectos como vuestro Padre
celestial es perfecto [Mt. 5, 48], como si más claramente
dijera: Sed perfectos por perfección de la gracia, como vuestro
Padre celestial es perfecto por perfección de naturaleza, es
decir, cada uno a su modo; porque no puede afirmarse tanta
semejanza entre el Creador y la criatura, sin que haya de
afirmarse mayor desemejanza. Si alguno, pues, osare defender o
aprobar en este punto la doctrina del predicho Joaquín, sea por
todos rechazado como hereje.
Por
esto, sin embargo, en nada queremos derogar al monasterio de
Floris (cuyo institutor fue el mismo Joaquín), como quiera que
en él se da la institución regular y la saludable observancia;
sobre todo cuando el mismo Joaquín mandó que todos sus escritos
nos fueran remitidos para ser aprobados o también corregidos por
el juicio de la Sede Apostólica, dictando una carta, que firmó
por su mano, en la que firmemente profesa mantener aquella fe
que mantiene la Iglesia de Roma, la cual, por disposición del
Señor, es madre y maestra de todos los fieles. Reprobamos
también y condenamos la perversísima doctrina de Almarico, cuya
mente de tal modo cegó el padre de la mentira que su doctrina no
tanto ha de ser considerada como herética cuanto como loca.
Cap.
3. De los herejes (valdenses)
[Necesidad de una misión canónica]
Mas como
algunos, bajo apariencia de piedad (como dice el
Apóstol), reniegan de la virtud de ella [2 Tim. 3, 5] y
se arrogan la autoridad de predicar, cuando el mismo Apóstol
dice: ¿Cómo... predicarán, si no son enviados [Rom. 10,
15], todos los que con prohibición o sin misión, osaren usurpar
pública o privadamente el oficio de la predicación, sin recibir
la autoridad de la Sede Apostólica o del obispo católico del
lugar, sean ligados con vínculos de excomunión, y si cuanto
antes no se arrepintieren, sean castigados con otra pena
competente.
Cap.
4. De la soberbia de los griegos contra los latinos
Aun
cuando queremos favorecer y honrar a los griegos que en nuestros
días vuelven a la obediencia de la Sede Apostólica, conservando
en cuanto podemos con el Señor sus costumbres y ritos; no
podemos, sin embargo, ni debemos transigir con ellos en aquellas
cosas que engendran peligro de las almas y ofenden el honor de
la Iglesia. Porque después que la Iglesia de los griegos, con
ciertos cómplices y fautores suyos, se sustrajo a la obediencia
de la Sede Apostólica, hasta tal punto empezaron los griegos a
abominar de los latinos que, entre otros desafueros que
contra ellos cometían, cuando sacerdotes latinos habían
celebrado sobre altares de ellos, no querían sacrificar en los
mismos, si antes no los lavaban, como si por ello hubieran
quedado mancillados. Además, con temeraria audacia osaban
bautizar a los ya bautizados por los latinos y, como hemos
sabido, hay aún quienes no temen hacerlo. Queriendo, pues,
apartar de la Iglesia de Dios tamaño escándalo, por persuasión
del sagrado Concilio, rigurosamente mandamos que no tengan en
adelante tal audacia, conformándose como hijos de obediencia a
la sacrosanta Iglesia Romana, madre suya, a fin de que haya
un solo redil y un solo pastor [Ioh. 10, 16]. Mas si alguno
osare hacer algo de esto, herido por la espada de la excomunión,
sea depuesto de todo oficio y beneficio eclesiástico.
Cap.
5. De la dignidad de los Patriarcas
Renovando los antiguos privilegios de las sedes patriarcales,
con aprobación del sagrado Concilio universal, decretamos que,
después de la Iglesia Romana, la cual, por disposición del
Señor, tiene sobre todas las otras la primacía de la potestad
ordinaria, como madre y maestra que es de todos los fieles,
ocupe el primer lugar la sede de Constantinopla, el segundo la
de Alejandría, el tercero la de Antioquía, el cuarto la de
Jerusalén.
Cap.
21. Del deber de la confesión, de no revelarla el sacerdote y de
comulgar por lo menos en Pascua
Todo
fiel de uno u otro sexo, después que hubiere llegado a los años
de discreción, confiese fielmente él solo por lo menos una vez
al año todos sus pecados al propio sacerdote, y procure cumplir
según sus fuerzas la penitencia que le impusiere, recibiendo
reverentemente, por lo menos en Pascua, el sacramento de la
Eucaristía, a no ser que por consejo del propio sacerdote por
alguna causa razonable juzgare que debe abstenerse algún tiempo
de su recepción; de lo contrario, durante la vida, ha de
prohibírsele el acceso a la Iglesia y, al morir, privársele de
cristiana sepultura. Por eso, publíquese con frecuencia en las
Iglesias este saludable estatuto, a fin de que nadie tome el
velo de la excusa por la ceguera de su ignorancia. Mas si alguno
por justa causa quiere confesar sus pecados con sacerdote ajeno,
pida y obtenga primero licencia del suyo propio, como quiera que
de otra manera no puede aquél absolverle o ligarle. El
sacerdote, por su parte, sea discreto y cauto y, como entendido,
sobrederrame vino y aceite en las heridas [cf. Lc. 10, 34],
inquiriendo diligentemente las circunstancias del pecador y del
pecado, por las que pueda prudentemente entender qué consejo
haya de darle y qué remedio, usando de diversas experiencias
para salvar al enfermo.
Mas
evite de todo punto traicionar de alguna manera al pecador, de
palabra, o por señas, o de otro modo cualquiera; pero si
necesitare de más prudente consejo, pídalo cautamente sin
expresión alguna de la persona Porque el que osare revelar el
pecado que le ha sido descubierto en el juicio de la penitencia,
decretamos que ha de ser no sólo depuesto de su oficio
sacerdotal, sino también relegado a un estrecho monasterio para
hacer perpetua penitencia.
Cap.
41. De la continuidad de la buena fe en toda prescripción
Como
quiera que todo lo que no procede de la fe, es pecado [Rom.
14, 23], por juicio sinodal definimos que sin la buena fe no
valga ninguna prescripción, tanto canónica como civil, como
quiera que de modo general ha de derogarse toda constitución y
costumbre que no puede observarse sin pecado mortal. De ahí que
es necesario que quien prescribe, no tenga conciencia de cosa
ajena en ningún momento del tiempo.
Cap.
62. De las reliquias de los Santos
Como quiera que frecuentemente se ha censurado la religión
cristiana por el hecho de que algunos exponen a la venta las
reliquias de los Santos y las muestran a cada paso, para que en
adelante no se la censure, estatuimos por el presente decreto
que las antiguas reliquias en modo alguno se muestren fuera de
su cápsula ni se expongan a la venta. En cuanto a las nuevamente
encontradas, nadie ose venerarlas públicamente, si no hubieren
sido antes aprobadas por autoridad del Romano Pontífice |