La
causa del proceso: el conflicto de intereses
Toda
explicación habitual de la asignatura Derecho Procesal pasa por
una obligada referencia inicial a la ley que rige la materia, con
prescindencia del problema de la vida que generó su creación y
vigencia.
Ello
no es correcto pues impide vincular adecuadamente los dos extremos que
se presentan en la aplicación de toda y cualquiera norma: la aparición
del problema de convivencia y la solución que a ese problema le otorga
la ley.
De ahí que parece imprescindible comenzar la
explicación de este libro con una primaria y obligada
referencia a la causa del proceso: el
conflicto intersubjetivo de intereses.
Sólo así podrá saberse a la postre qué es el proceso y,
luego, qué es el
proceso garantista o
efectivo garantizador de los
derechos constitucionales.
En
esa tarea, creo que es fácil de imaginar que un hombre viviendo en
absoluta soledad (Robinson Crusoe en su isla, por ejemplo) —no importa
al efecto el tiempo en el cual esto ocurra— tiene al alcance de la
mano y a su absoluta y discrecional disposición todo bien de la vida
suficiente para satisfacer sus necesidades de existencia y sus
apetitos de subsistencia.
En
estas condiciones es imposible que él pueda, siquiera, concebir la
idea que actualmente se tiene del Derecho.
Fácil es también de colegir que este estado de cosas no
se presenta permanentemente en el curso de la historia; cuando el
hombre supera su estado de soledad y comienza a vivir en sociedad (en
rigor, cuando deja simplemente de vivir para comenzar a
convivir),
aparece ante él la idea de conflicto: un mismo bien de la vida,
que no puede o no quiere compartir, sirve para satisfacer el interés
de otro u otros de los convivientes y, de tal modo, varios lo quieren
contemporánea y excluyentemente para sí (comida, agua, techo,
etcétera) con demérito de los apetitos o aspiraciones de alguno de
ellos.
Surge de esto una noción primaria: cuando un individuo
(coasociado) quiere para sí y con exclusividad un bien determinado,
intenta implícita o expresamente someter a su propia voluntad una o
varias voluntades ajenas (de otro u otros coasociados): a esto le
asigno el nombre de pretensión.
Si
una pretensión es inicialmente satisfecha (porque frente al
requerimiento "¡dame!" se recibe como respuesta "te doy"), el estado
de convivencia armónica y pacífica que debe imperar en la sociedad
permanece incólume.
Y en
este supuesto no se necesita el Derecho.
Pero si no se satisface (porque frente al requerimiento
"¡dame!" la respuesta es "no te doy") resulta que a la pretensión se
le opone una resistencia, que puede consistir tanto en un
discutir como en un no acatar o en un
no cumplir un mandato vigente.
Al fenómeno de coexistencia de una pretensión y
de una resistencia acerca de un mismo bien en el plano de la
realidad social, le doy la denominación de
conflicto intersubjetivo de intereses.
Hasta
aquí he contemplado la idea de un pequeño e incipiente grupo social,
en el cual los problemas de convivencia parecen ser acotados.
Pero
cuando el grupo se agranda, cuando la sociedad se convierte en nación,
también se amplía —y notablemente— el campo conflictual.
Si se
continúa con la hipótesis anterior, ya no se tratará de imaginar en
este terreno la simple exigencia de un "dame" con la respuesta "no te
doy" sino, por ejemplo, de determinar si existe una desinteligencia
contractual y de saber, tal vez, si hay incumplimiento de una parte,
si ello ha sido producto de la mala fe, si es dañoso y, en su caso,
cómo debe medirse el perjuicio, etcétera.
El
concepto sirve también para el campo delictual: ya se comprenderá
oportunamente por qué.
Como
es obvio, el estado de conflicto genera variados y graves problemas de
convivencia que es imprescindible superar para resguardar la
subsistencia misma del grupo.
De
ahí que creo necesario mostrar ahora cuáles son sus posibles
soluciones lógicas.
2. Las posibles soluciones
del conflicto intersubjetivo
Planteada elementalmente la noción de conflicto como la de un
fenómeno inherente a la convivencia, parece razonable imaginar que
en los primeros tiempos se terminaba sólo por el uso de la fuerza:
el más fuerte, el que ostentaba armas, el más veloz, hacía prevalecer
su voluntad sobre el débil, el indefenso, el lento.
Y
esto se presenta como claramente disvalioso pues el uso indiscriminado
de la fuerza no asistida por la razón genera destrucción.
Por
eso parece obvio que la fuerza debe ser erradicada de modo
imprescindible para lograr la sobrevivencia de la sociedad misma como
tal, pues descarto que el bíblico triunfo de David en su desigual
lucha contra Goliath es una mera anécdota muy difícil de repetir en la
historia: la regla es siempre igual: el pez grande se come al chico.
No
creo que haya posibilidad histórica cierta de saber cómo hizo el débil
para convencer al fuerte en el sentido de eliminar el uso de la fuerza
y suplantarla por un medio no violento: el uso de la razón.
En
otras palabras: cómo hizo para lograr que la fuerza de la razón
sustituyera a la razón de la fuerza, reemplazando el brazo
armado por la palabra, que ostenta —como medio de
discusión— la innegable ventaja de igualar a los contendientes.
Pero
es indudable que ello ocurrió en algún momento de los tiempos
históricos muy antiguos. Tanto, que no existe memoria al respecto.
Y al aceptar todos los coasociados la posibilidad de
dialogar
surgió como natural consecuencia la
probabilidad de autocomponer sus conflictos pacíficamente, sin uso de
armas o de fuerza.
Sin
embargo, y como se verá en el número siguiente, no pudo prescindirse
definitivamente del uso de la fuerza,
siendo menester aceptarla cuando su equivalente —el proceso— llegaría
tarde para evitar la consumación de un mal cuya existencia no se
desea.
Utilizando exclusivamente el razonamiento lógico —que no admite
opinabilidad alguna— y conforme con lo recién visto, puede colegirse
que cuando se desencadena un conflicto intersubjetivo de intereses, en
definitiva se termina por una de dos vías:
a)
se disuelve por los
propios interesados, directa o indirectamente o
b)
se resuelve por acto
de autoridad, legal o convencional.
Y no
hay otra posibilidad, como luego se advertirá.
Veamos ahora los medios por los cuales un conflicto puede disolverse.
Ellos
son: la autodefensa y la autocomposición.
1) La autodefensa:
Es un
medio de autocomposición directa y unilateral mediante el cual la
parte afectada por el conflicto no acepta el sacrificio del propio
interés y hace uso de la fuerza cuando el proceso llegaría tarde para
evitar la consumación del daño que teme o sufre.
En el derecho argentino se pueden ver numerosos
ejemplos de autodefensa: en el Código Penal, en cuanto autoriza la
legítima defensa;
en el Código Civil, en tanto se permite el uso de la fuerza para
proteger la posesión
o para cortar raíces de árboles vecinos
o para mantener expedita una propiedad,
etcétera.
Por
lo demás, el derecho de retención, el despido, la
huelga, etcétera, son claras derivaciones jurídicas de la
posibilidad de efectuar adecuadamente una autodefensa o autotutela
privada.
2) La autocomposición:
Es un
medio que puede presentarse unilateral o bilateralmente
y operar en forma directa (por los propios interesados y sin la
ayuda de alguien) o indirecta (con la ayuda de un tercero).
Veamos cuáles son:
2.1) Los medios de
autocomposición directa
(sin
la ayuda de alguien):
Las
propias partes son quienes llegan espontáneamente a la composición del
conflicto, haciendo que éste se disuelva a base de uno de tres
posibles medios dependientes en forma exclusiva de la voluntad de
ellas mismas:
2.1.1) Desistimiento:
El
pretendiente renuncia unilateralmente al total de su
pretensión.
A
raíz de ello, deja de pretender y abdica de reclamar en el futuro el
objeto hoy pretendido.
2.1.2) Allanamiento:
El
resistente renuncia al total de su resistencia.
A
raíz de ello, acata la pretensión esgrimida en su con-tra por el
pretendiente y otorga lo pretendido.
2.1.3) Transacción:
Ambos
contendientes renuncian en forma bilateral, simultánea y recíproca,
a parte de sus posiciones ya encontradas.
Y la
pérdida de uno se compensa con la del otro de modo tal que los dos
terminan ganando.
Y los
tres medios enunciados hasta aquí constituyen distintas formas
mediante las cuales las partes pueden conciliar sus intereses.
Fácil
es de advertir que, en cualquiera de tales supuestos, la conciliación
opera como un verdadero resultado, pues nada se precisa ya para
dar por terminado y superado el conflicto que mantenían los
interesados (se ha disuelto sin necesidad de que alguien lo
resuelva).
2.2) Los medios de
autocomposición indirecta
(con
la ayuda de otro):
Sin disolver el conflicto planteado, pero con la obvia
intención de lograr su disolución, las partes llegan bilateralmente a
un acuerdo mediante el cual permiten que un
tercero
efectúe actividad conciliadora con el fin de acercar los intereses
contrapuestos y lograr que ellas mismas puedan lograr la anhelada
disolución mediante uno de los medios directos ya vistos
precedentemente: desistimiento, allanamiento o transacción.
Esta
actividad puede presentarse con tres distintas gradaciones que
muestran una clara diferencia entre ellas y que generan otras tantas
denominaciones: me refiero a la amigable composición, a la mediación y
al arbitraje.
Las
explico:
2.2.1) Amigable composición
(o
simple intento de acercamiento):
El
tercero, actuando espontáneamente con plena aceptación de ambos
interesados o acatando expreso pedido de ellos (de ahí la
bilateralidad del medio), se limita a intentar su conciliación, dando
consejo y haciendo ver los inconvenientes que puede engendrar el
litigio, pero sin proponer soluciones que, de haberlas, surgirán de
las mismas partes en conflicto, quienes lo disolverán así por uno
de las formas ya conocidos: desistimiento, allanamiento o transacción.
En este caso, como resulta obvio, la actividad que
cumple el tercero constituye sólo un medio de acercamiento para
que los interesados lleguen por sí mismos al
resultado de la autocomposición (el
conflicto se disuelve sin que nadie lo resuelva);
2.2.2) Mediación:
El
tercero, acatando pedido expreso de ambas partes (otra vez se advierte
la bilateralidad del medio), asume un papel preponderante en las
tratativas y, por ende, diferente del caso anterior: ya no se limita a
acercar amigablemente a los interesados sino que asume la dirección
de las tratativas y hace proposiciones que, nótese bien, ellos
tienen plena libertad para aceptar o rechazar.
De
lograrse el acuerdo, se trasuntará otra vez en un desistimiento, un
allanamiento o una transacción.
Y al
igual que en el supuesto anterior, se ve claro que la actividad
desplegada por el tercero sólo es un medio para que los
contendientes lleguen por sí mismos al resultado de la composición
(nuevamente, el conflicto se disuelve sin que nadie lo resuelva).
Hasta
aquí he presentado dos medios autocompositivos indirectos, mostrando
en todos los casos que las partes se ponen de acuerdo para aceptar la
presencia de un tercero que las ayude a disolver el conflicto.
La
última actitud posible de ser ejercida por el tercero —la de decidir
el conflicto mediante un acto propio— no puede presentarse lógicamente
como un caso de autocomposición toda vez que, mediante el acto
del tercero el conflicto se resuelve, no se disuelve.
Sin
embargo, y con esta salvedad recién hecha, incluyo en esta explicación
la siguiente actitud —de decisión— por cuanto si bIen ella opera como
una verdadera heterocomposición —y no como autocomposición— parece
claro que para llegar a esta posibilidad, los interesados han debido
ponerse de acuerdo en varias cosas: primero y más importante, en
aceptar que un tercero particular defina el conflicto; segundo, en
convenir que el tercero sea una determinada persona, con nombre y
apellido, que ambos respetan y en quien ambos confían.
Y
aquí hay, al menos, un principio de autocomposición.
Veamos ahora la última chance de actuación del tercero:
2.2.3) Decisión:
El tercero, a pedido de las partes y dentro de los
límites que ellas expresamente fijen al efecto, asume un papel aún más
preponderante: no sólo intenta el acercamiento (cual lo hace el
amigable componedor);
no sólo brinda propuestas de soluciones (cual lo hace el mediador)
sino que, luego de escucharlas en pie de perfecta igualdad, emite
decisión que resuelve definitivamente el conflicto, pues
las partes se han comprometido en forma previa a acatarla.
Como se ve, el caso es por completo diferente de los
anteriores: aquí, la actividad del tercero —al igual que la del juez
en el proceso judicial— muestra una verdadera composición, sólo
que privada, que deja de ser medio para
convertirse en resultado: el arbitraje o el
arbitramento.
En otras palabras: no se trata ya de autocomposición
sino de heterocomposición privada.
Cuando no media acuerdo de las partes interesadas y,
por tanto, se descarta la autocomposición (directa o indirecta) la
solución del conflicto pasa exclusivamente y como
alternativa final
por el proceso judicial.
Y
ello muestra el otro medio posible de heterocomponer el conflicto.
El
primero es de carácter privado (arbitraje y arbitramento).
El
segundo es
3) La
heterocomposición pública (pura o no conciliativa):
Es
éste un medio unilateral cuya iniciación depende sólo de la voluntad
del pretendiente: ante la falta de satisfacción de su pretensión por
parte del resistente, el pretendiente ocurre ante el órgano de
justicia pública requiriendo de él la sustanciación de un proceso
susceptible de terminar en sentencia que acoja su pretensión.
De tal modo, su decisión opera como
resultado.
Por las razones recién explicadas, éste es el único
supuesto de resolución que escapa al concepto genérico de
conciliación.
Sintetizando metódicamente lo precedentemente explicado, cabe decir
aquí que todo conflicto intersubjetivo de intereses puede ser
solucionado por cuatro vías diferentes:
a)
por el uso de la fuerza,
que debe descartarse a todo trance
para mantener la cohesión del grupo social.
Claro
está, la afirmación tiene algunas excepciones que mencionaré en el
número siguiente;
b) por el uso de la razón, que iguala a los
contendientes y permite el diálogo: éste posibilita lograr una
autocomposición directa que se traduce en una renuncia total del
pretendiente (desistimiento) (el supuesto comprende también
el del perdón del ofendido en materia penal);
en una renuncia
total del resistente
(allanamiento)
y en sendas renuncias recíprocas y parciales
(transacción);
c) por el uso de la autoridad de un tercero, que
permite lograr una autocomposición
(otra vez, desistimiento, allanamiento,
transacción) indirecta gracias a la amigable composición
o a la mediación de tal tercero, cuya intervención al efecto
aceptan expresa y plenamente los interesados.
El supuesto también permite llegar a una
heterocomposición privada cuando el tercero (que no es juez
sino árbitro o arbitrador)
adopta una actitud decisiva, resolviendo el
litigio;
d) por el uso de la ley: siempre que los
contendientes descarten las soluciones autocompositivas, y dado que no
pueden usar la fuerza para disolver el conflicto, deben lograr la
heterocomposición pública con la resolución de un tercero que es
juez.
Ello
se obtiene exclusivamente como resultado de un proceso.
Como
es fácil de imaginar, esta es la única alternativa posible en materia
penal.
3. La razón de ser del
proceso
Si la
idea de proceso se vincula histórica y lógicamente con la
necesidad de organizar un método de debate dialogal y se
recuerda por qué fue menester ello, surge claro que la razón de ser
del proceso no puede ser otra que la erradicación de la fuerza en el
grupo social, para asegurar el mantenimiento de la paz y de normas
adecuadas de convivencia.
Empero —y esto es obvio— la idea de fuerza no puede ser eliminada del
todo en un tiempo y espacio determinado, ya que hay casos en los
cuales el Derecho, su sustituto racional, llegaría tarde para evitar
la consumación de un mal cuya existencia no se desea: se permitiría
así el avasallamiento del atacado y el triunfo de la pura y simple
voluntad sin lógica.
Tal
circunstancia hace posible que, en algunos casos, la ley permita a los
particulares utilizar cierto grado de fuerza que, aunque ilegítima en
el fondo, se halla legitimada por el propio derecho.
Por
ejemplo, si alguien intenta despojar a otro de su posesión, puede éste
oponer —para rechazar el despojo— una fuerza proporcional a la que
utiliza el agresor.
Al
mismo tiempo, y esto es importante de comprender, el Estado (entendido
en esta explicación como el todo de la congregación social ya
jurídicamente organizada) también se halla habilitado —por consenso de
sus coasociados— para ejercer actos de fuerza, pues sin ella no podría
cumplir su finalidad de mantener la paz.
Piénsese, por ejemplo, en la necesidad de ejecutar compulsivamente
una sentencia: ¿qué otra cosa sino uso de la fuerza es el
acto material del desahucio, del desapoderamiento de la cosa, de la
detención de la persona, etcétera?
Realmente, esto se presenta como una rara paradoja: para obviar el uso
de la fuerza en la solución de un conflicto, se la sustituye por un
debate dialogal que termina en una decisión final que —a su turno—
originará un acto de fuerza al tiempo de ser impuesta al perdidoso en
caso de que éste no la acate y cumpla espontáneamente.
En suma: todo el derecho, ideado por el hombre para
sustituir la autoridad de la fuerza, al momento de actuar
imperativamente para restablecer el orden jurídico alterado se
convierte o se subsume en un acto de fuerza:
la ejecución forzada de una sentencia.
Estas
circunstancias hacen que, como inicio de cualquiera exposición sobre
el tema, deba ponerse en claro que el acto de fuerza puede ser visto
desde un triple enfoque:
a) es
ilegítima cuando la realiza un particular;
b) es
legitimada cuando excepcionalmente el Derecho acuerda al
particular la posibilidad de su ejercicio en determinadas
circunstancias y conforme a ciertos requisitos que en cada caso
concreto se especifican con precisión;
c) es legítima, por fin, cuando la realiza el
Estado conforme con un orden jurídico
esencialmente justo y como consecuencia de un proceso.
De tal modo, y a fin de completar la idea inicialmente
esbozada, ya puede afirmarse que la razón de
ser del proceso es la erradicación de toda fuerza ilegítima dentro de
una sociedad dada.
No importa al efecto que una corriente doctrinal
considere que el acto de juzgamiento es nada más que la concreción de
la ley, en tanto que otras amplían notablemente este criterio; en todo
caso es imprescindible precisar que la razón de ser del proceso
permanece inalterable: se trata de mantener la paz social,
evitando que los particulares se hagan justicia por
mano propia.